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Prólogo

Todavía conservo un par de entradas del cine de verano y un vídeo tuyo en la galería de mi móvil. Ese vídeo me encanta. Irradias tu verdadera esencia en cada fotograma, como si nada hubiera cambiado.

Respiro hondo y golpeo la barra espaciadora del teclado con el dedo pulgar. La imagen se detiene ante mí pero yo hace horas que no veo nada. Me quito los auriculares y escucho a mi madre aspirar el salón. Es un zumbido lejano que no me incomoda, pero sé que podría convertirse en un sonido verdaderamente desagradable a la larga.

Me masajeo las sienes. He perdido la noción del tiempo y no sé con exactitud cuántas horas llevo delante de la pantalla del ordenador. Mi cobaya roncha una pequeña pieza de apio en su jaula, y la gata, Tula, duerme plácidamente en mi cama como si fuera suya. La miro y una sonrisa se dibuja en mis labios. Hace mucho que no sonrío. Demasiado, diría yo. Este pensamiento borra el gesto de mi cara y siento la necesidad de levantarme de la silla. Estiro los brazos por encima de la cabeza y mis hombros crujen. Me estiro más y ahora es el turno de mi espalda. Cuando me destenso, me siento rota y feliz.

Vuelvo a sentarme, esta vez en la cama, junto a mi gata, que ronronea hecha un ovillo. Aparto una pila de ropa revuelta, arrugada, y me quedo mirando la bola peluda a mi izquierda. Es una gata persa de tonos grises que adoptamos hace un par de años. No era un bebé cuando llegó a casa pero se adaptó fácilmente a la vida que le ofrecíamos.

El ronroneo me sumerge en un estado de absoluta paz.

Las paredes de la habitación están desnudas, la persiana está bajada y la cortina corrida, aun así, el sol busca una vía por donde filtrarse al interior. Los rayos inciden sobre la cama y calientan la piel de Tula. Juego con el sol. Introduzco la mano en la trayectoria de los rayos y mis anillos brillan. El circonio de uno de ellos, en mi dedo índice, actúa como un prisma y baña la habitación con un pálido arcoíris.

Sé que debería seguir trabajando en mi película pero mi cerebro necesita descansar.

Saco el móvil del bolsillo de mis vaqueros. He pensado ponerme al día con las notificaciones de mis redes sociales pero, inconscientemente —o no tanto—, mis dedos se mueven por la pantalla hasta la galería de imágenes.

Vuelvo a tu vídeo. No puedo borrarlo, pero tampoco incluirlo en el corte final de mi película. Creo que simplemente necesito verlo para verte una última vez. O una vez más. Estoy más que segura de que no será la última. Presiono la miniatura y la pantalla funde a negro. Vuelvo a pulsarla y aparece tu imagen.

Estás de espaldas, llevas una bomber negra y el pelo suelto. A los meses de grabar aquel vídeo, te lo cortaste. Paseamos por una pasarela peatonal encima de una autovía enorme. Tú estás delante de mí, caminando con tu largo pelo liso al viento mientras das saltitos. Llevas las manos en los bolsillos de la bomber y no sé si tienes frío o era mera costumbre. A mí no se me ve, no giro la cámara del móvil para enfocarme, solo se intuye mi sombra sobre el asfalto a pesar de estar anocheciendo. Enfoco tu espalda y se ve un cielo precioso sobre tu cabeza, está teñido de tonos naranjas y violetas. Es un atardecer casi tan bonito como la gata persa que duerme a mi lado.

—¡Eh, Layla! —Se escucha mi voz.

Te giras sin detenerte y sonríes a cámara. La bomber está abierta y puedo ver tu camiseta lila, tiene dibujos florales y una frase de empoderamiento. Recuerdo que era una de tus favoritas.

No dices nada, solo sonríes. Es una risa natural y sincera. Es hipnótica.

Vuelvo a tocar la pantalla y la imagen se detiene. Suspiro. He cerrado los ojos sin darme cuenta. Cuando los abro, te veo muy cerca. La imagen se ha congelado contigo en el centro. Tienes una gargantilla negra en el cuello y los ojos tristes. Sigues sonriendo pero no es, ni de lejos, la sonrisa sincera de hace tres segundos. Te veo cansada. Ahora puedo decir que te veo triste, pero cuando grabé el vídeo no me di cuenta. Lo siento.

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