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Cuando volví a West Egg aquella noche, temí por un momento que mi casa estuviera en llamas. Eran las dos y la punta de la península fulguraba con una luz que caía irreal sobre los setos y producía destellos alargados en los cables eléctricos de la carretera. Al doblar una esquina, vi que era la casa de Gatsby, iluminada de la torre al sótano.

Al principio pensé que se trataba de otra fiesta, una francachela descomunal y salvaje que había terminado con los invitados jugando al escondite por toda la casa. Pero no se oía un ruido. Sólo el viento en los árboles, el viento, que agitaba los cables y provocaba que las luces se apagaran y volvieran a encenderse como si la casa parpadeara en la oscuridad. Mientras mi taxi se alejaba gimiendo, vi que Gatsby se acercaba a través del césped.

—Tu casa parece la Exposición Universal —dije.

—¿Sí? —se volvió a mirar, como ausente—. He estado echándoles un vistazo a algunas habitaciones. Vámonos a Caney Island, compañero. En mi coche.

—Es muy tarde.

—¿Y si nos damos un baño en la piscina? No la he usado en todo el verano.

—Tengo que acostarme.

—Muy bien.

Esperó, mirándome, conteniendo la impaciencia.

—He hablado con miss Baker —dije al momento—. Mañana llamaré por teléfono a Daisy y la invitaré a tomar el té.

—Ah, perfecto —dijo, como si le resultara indiferente—. No quiero causarte ninguna molestia.

—¿Qué día te viene bien?

—¿Qué día te viene bien a ti? —me corrigió inmediatamente—. No quiero causarte ninguna molestia, de verdad.

—¿Pasado mañana?

Lo pensó unos segundos. Y, poco convencido, dijo:

—Habría que cortar el césped.

Miramos la hierba: una línea bien definida marcaba dónde acababa mi césped desigual, abandonado, y empezaba a extenderse el suyo, más oscuro, perfectamente cuidado. Sospeché que se refería a mi hierba.

—Hay otra cosa sin importancia —dijo, inseguro, titubeante.

—¿Prefieres que lo retrasemos unos días? —pregunté.

—No, no es eso. Pero... —probó varios comienzos—. Bueno, he pensado... Sí, mira, compañero, tú no ganas mucho dinero, ¿verdad?

—No mucho.

Esto pareció tranquilizarlo y continuó con más confianza.

—Era lo que pensaba, si puedes perdonar mi... Tengo, como complemento, un pequeño negocio, algo accesorio, ya sabes. Y he pensado que si tú no ganas mucho... Vendes bonos. ¿No es así, compañero?

—Lo intento.

—Bueno, esto podría interesarte. No te exigiría demasiado tiempo y podrías sacarle un buen dinero. Es algo confidencial.

Ahora me doy cuenta de que, en otras circunstancias, aquella conversación podría haber provocado una de las crisis de mi vida. Pero, dado que Gatsby hacía su oferta de un modo poco sutil y sin el menor tacto por un servicio que aún había que prestar, no tuve más remedio que cortarlo en seco.

—Tengo demasiado trabajo —dije—. Te lo agradezco, pero no puedo aceptar más.

—No tendrías que tratar con Wolfshiem —evidentemente pensaba que yo, asustado, rehuía las «coneggsiones» mencionadas durante el almuerzo, pero le aseguré que se equivocaba.

El gran GatsbyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora