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Un sábado por la noche, cuando la curiosidad sobre Gatsby había llegado al máximo, no se encendieron las luces de su casa y, de modo tan oscuro como había empezado, acabó su carrera como Trimalción. Sólo poco a poco me di cuenta de que los automóviles que con expectación tomaban la curva en el camino de entrada apenas se detenían un instante y luego se alejaban disgustados. Preguntándome si no estaría enfermo, me acerqué a informarme. Un mayordomo con cara de indeseable y a quien no conocía me miró desde la puerta con aire torvo y desconfiado.

—¿Está enfermo mister Gatsby?

—De eso nada —después de una pausa, resistiéndose y a regañadientes, añadió «señor».

—No lo veo por aquí, y estaba preocupado. Dígale que ha venido mister Carraway.

—¿Quién? —preguntó, grosero.

—Carraway.

—Carraway. Muy bien, se lo diré.

Y sin más pegó un portazo.

Mi finlandesa me informó de que Gatsby había despedido a todos los criados de la casa hacía una semana y los había sustituido por otros, que no iban ya al West Egg Village a que los tenderos los sobornaran, sino que hacían por teléfono pedidos muy moderados. El chico de la tienda de comestibles contaba que la cocina parecía una pocilga, y en el pueblo se había generalizado la opinión de que los recién llegados no eran criados en absoluto.

Al día siguiente Gatsby me llamó por teléfono.

—¿Te vas? —le pregunté.

—No, compañero.

—Me han dicho que has despedido al servicio.

—Necesitaba a gente que no anduviera con chismes. Daisy viene muy a menudo... por las tardes.

Así que todo el caravanserrallo se había venido abajo como un castillo de naipes por una mirada de desaprobación de Daisy.

—Son gente a la que Wolfshiem quería ayudar. Son todos hermanos y hermanas. Llevaban un pequeño hotel.

—Ya.

Daisy le había pedido que me llamara: ¿podía ir a comer mañana a casa de los Buchanan? Miss Baker también estaría allí. Media hora más tarde me llamó la propia Daisy y pareció aliviada cuando supo que iría. Algo iba a pasar, y, sin embargo, no creía que eligieran aquella ocasión para montar una escena: especialmente la escena horrorosa que Gatsby había ensayado en el jardín.




El día siguiente fue abrasador, casi el último del verano y sin duda el más caluroso. Cuando mi tren emergió del túnel, a la luz del sol, sólo la cálida sirena de la National Biscuit Company rompía el silencio hirviente del mediodía. Los asientos del tren se acercaban al punto de ignición; la mujer de al lado manchaba delicadamente de sudor su blusa blanca y luego, cuando el periódico se humedeció al tacto de sus dedos, se abandonó al calor insoportable con desesperación y un quejido desolado. El bolso se le cayó al suelo.


—¡Dios mío! —suspiró.

Lo recogí con una inclinación cansada y se lo devolví, sujetándolo por una esquina, por la punta, y alargando el brazo, para dejar claro que mi gesto no escondía segundas intenciones, pero todos los que estaban cerca, incluida la mujer, sospecharon de mí lo mismo.

—¡Qué calor! —decía el revisor ante las caras que le resultaban conocidas—. ¡Qué tiempo! Qué calor, qué calor. ¿Les parece poco? ¿No tienen calor?

El gran GatsbyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora