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No pude dormir en toda la noche; una sirena antiniebla no dejó de gemir en el estrecho, y yo me debatí como un enfermo entre la realidad grotesca y pesadillas desquiciadas y pavorosas. Hacia el amanecer oí que un taxi subía el camino a la casa de Gatsby, e inmediatamente salté de la cama y empecé a vestirme: sentía que tenía algo que decirle, que debía avisarle de algo, y que por la mañana ya sería demasiado tarde.

Cuando cruzaba el césped, vi que la puerta principal estaba abierta todavía y que Gatsby se apoyaba en la mesa del vestíbulo, vencido por el abatimiento o por el sueño.

—No ha pasado nada —dijo, sin fuerzas—. Esperé, y a eso de las cuatro Daisy se asomó a la ventana un minuto y luego apagó la luz.

La casa no me había parecido nunca tan enorme como aquella madrugada, cuando nos lanzamos a la caza de cigarrillos por las habitaciones inmensas. Descorrimos cortinas que eran como carpas y buscamos a tientas interruptores de la luz por innumerables metros de paredes en tinieblas. Me caí una vez escandalosamente sobre el teclado de un piano fantasma. El polvo lo cubría todo de un modo inexplicable, y las habitaciones olían a cerrado como si no las ventilaran desde hacía muchos días. Encontré el estuche del tabaco en una mesa en la que nunca había estado, con sólo dos cigarrillos amarillentos y secos. Abrimos las cristaleras del salón y nos sentamos a fumar en la oscuridad.

—Deberías irte —le dije—. Localizarán el coche, seguro.

—¿Irme precisamente ahora, compañero?

—A Atlantic City una semana, o incluso a Montreal.

No quería ni pensarlo. No podía separarse de Daisy antes de saber lo que ella iba a hacer. Se aferraba a una última esperanza y yo no me sentía capaz de zarandearlo hasta liberarlo.

Esa madrugada me contó la extraña historia de su juventud con Dan Cody. Me la contó porque «Jay Gatsby» se había roto como un cristal contra la malicia implacable de Tom, y el espectacular montaje y su secreto, que tanto habían durado, llegaban a su fin. Creo que en aquel momento hubiera admitido cualquier cosa, sin reservas, pero quería hablar de Daisy.

Era la primera chica «bien» que había conocido. En algún trabajo que no me precisó había tenido contacto con gente parecida, pero siempre con una alambrada invisible por medio. Daisy le pareció arrebatadoramente deseable. Fue a su casa, al principio con otros oficiales de Camp Taylor, luego solo. Estaba asombrado: nunca había pisado una casa tan maravillosa. Pero lo que le daba a la casa un aire de intensidad que hacía difícil respirar era que Daisy vivía allí. Y a ella la casa le parecía tan normal como a Gatsby su tienda en el campamento. Honda y misteriosa, prometía dormitorios más hermosos y frescos en el piso de arriba que otros dormitorios, actividades radiantes y alegres a lo largo de sus pasillos, romances que no olían a cerrado y lavanda, sino nuevos, fragantes y palpitantes como los espléndidos coches último modelo, como los bailes en los que las flores apenas habían empezado a marchitarse. Y aumentaba su fervor el que muchos hombres ya hubieran querido a Daisy: esto la hacía más valiosa a sus ojos. Sentía la presencia de aquellos extraños en cada rincón de la casa, impregnando el aire con las sombras y los ecos de emociones que aún vivían.

Pero sabía que estaba en casa de Daisy por un colosal azar. Por glorioso que pudiera ser su futuro como Jay Gatsby, por el momento sólo era un joven sin dinero y sin pasado, y de la noche a la mañana la capa que lo volvía invisible, su uniforme de oficial, podía caérsele de los hombros. Así que aprovechó el tiempo al máximo. Tomó todo lo que tuvo a su alcance, vorazmente, sin escrúpulos. Y tomó a Daisy una noche tranquila de octubre. La tomó porque no tenía derecho a cogerle la mano.

Podría haberse despreciado a sí mismo, porque es innegable que la consiguió con engaños. No digo que recurriera a sus millones fantasmagóricos, pero, con premeditación, le dio a Daisy una sensación de seguridad, le hizo creer que era una persona de su misma clase social: que estaba plenamente capacitado para hacerse cargo de ella. La verdad es que no eran ésas sus posibilidades: no contaba con el respaldo de una familia acomodada, y estaba sujeto al arbitrio impersonal de un gobierno que podía mandarlo a cualquier lugar del mundo.

El gran GatsbyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora