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Los domingos por la mañana, mientras las campanas repicaban en las iglesias de la costa, el mundo entero y su amante volvían a casa de Gatsby y resplandecían de alegría en el césped.

—Es un traficante de licores —decían las jóvenes, entre flores y cócteles—. Una vez mató a un hombre que descubrió que era sobrino de Van Hindenburg y primo segundo del diablo. Cógeme una rosa, tesoro, y llena un poco más esa copa.

Una vez apunté en los espacios en blanco de un horario de trenes el nombre de quienes fueron a casa de Gatsby aquel verano. Ya es un horario viejo, y se desintegra por los dobleces. El encabezamiento dice: «Este horario entra en vigor el 5 de julio de 1922». Pero todavía puedo leer esos nombres grises, que os darán una impresión más exacta que mis generalidades a propósito de quienes aceptaron la hospitalidad de Gatsby y le rindieron el sutil homenaje de no saber nada de él.

De East Egg llegaban los Chester Becker y los Leech, y un tal Bunsen, a quien conocí en Yale, y el doctor Webster Civet, que se ahogó el verano pasado en Maine. Y los Hornbeam y los Willie Voltaire, y el clan Blackbuck al completo, unos que se juntaban siempre en una esquina y arrugaban la nariz como las cabras a todo el que se les acercara. Y los Ismay y los Chrystie (o, más exactamente, Hubert Auerbach y la mujer de mister Chrystie), y Edgar Beaver, a quien, contra toda razón, el pelo se le volvió blanco como el algodón una tarde de invierno, o eso dicen.

Clarence Endive era de East Egg, si no recuerdo mal. Sólo apareció una vez, en pantalones de golf blancos, y se peleó con una sabandija, un tal Etty, en el jardín. De rincones más apartados de la isla llegaron los Cheadle y los O. R. P. Schraeder, y los Stonewall Jackson Abrams de Georgia, y los Fishguard y los Ripley Snell. Snell estuvo en casa de Gatsby tres días antes de ir a la cárcel, tan borracho que el automóvil de la señora de Ulysses Swett le pasó por encima de la mano derecha en el camino de grava. Vinieron también los Dancie, y S. B. Whitebait, que ya tenía sus buenos sesenta años, y Maurice A. Flink, y los Hammerhead, y Beluga, el importador de tabaco, y las chicas de Beluga.

De West Egg llegaron los Pole y los Mulready y Cecil Roebuck, y Cecil Schoen y el senador Gulick y Newton Orchid, que dirigía Films Par Excellence, y Eckhaust y Clyde Cohen y Don S. Schwartze (el hijo) y Arthur McCarty, todos relacionados de un modo u otro con el cine. Y los Catlip y los Bemberg y G. Earl Muldoon, hermano de ese Muldoon que más tarde estranguló a su mujer. Da Fontano, el promotor, también se dejó ver por allí, y Ed Legros y James B. (alias Matarratas) Ferret y los De Jong y Ernest Lilly: todos venían a jugar, y cuando Ferret andaba perdido por el jardín significaba que lo habían desplumado y que las acciones de Associated Traction subirían al día siguiente.

Un tal Klipspringer iba tan a menudo y se quedaba tanto tiempo que acabaron llamándolo «el Interno»: dudo que tuviera otra casa. Del mundo del teatro estaban Gus Waize y Horace O'Donavan y Lester Myer y George Duckweed y Francis Bull. También de Nueva York estaban los Chrome y los Backhysson y los Dennicker y Russel Betty y los Corrigan y los Kelleher y los Dewar y los Scully y S. W. Belcher y los Smirke y los jóvenes Quinn, que ya se han divorciado, y Henry L. Palmetto, que se mató tirándose al metro en Times Square.

Benny McClenahan se presentaba siempre con cuatro chicas. No eran nunca las mismas, pero eran todas tan idénticas que inevitablemente parecía que habían estado antes en la casa. He olvidado sus nombres: Jaqueline, creo, o Consuela o Gloria o Judy o June, y sus apellidos eran melodiosos nombres de flores y de meses, o, más austeros, de los grandes capitalistas americanos, de quienes, si se las presionaba lo suficiente, acababan confesando ser primas.

Además de toda esa gente, recuerdo que Faustina O'Brien vino una vez por lo menos, y las chicas Baedeker y el joven Brewer, a quien una bala le arrancó la nariz en la guerra, y mister Albrucksburger y miss Haag, su novia, y Ardita Fitz-Peters y mister P. Jewett, que presidió la Legión Americana, y miss Claudia Hip, con un individuo que decía ser su chófer, y el príncipe de no sé qué, a quien llamábamos Duque, y cuyo nombre, si alguna vez lo supe, he olvidado.

El gran GatsbyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora