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Último capítulo

Último fast forward: veinte años.

Ana camina por la playa con Catalina, su hija mayor. Van por la orilla, con los pies rozando el mar y la vista fija en la arena, en busca de caracoles que se sumen a la colección que ha iniciado este verano Cati. Tienen que ser de buen tamaño, estar enteros y, sobre todo, haber sido abandonados por su antiguo habitante, cuya presencia tiende a provocar exaltados gritos de repugnancia. Ahorra, mientras su hija se detiene a examinar un nuevo ejemplar, Ana observa el reloj. Ya son las dos y aún están lejos del hotel, donde se quedaron Manuel y Lili, la menor, que hoy se levantó un poco afiebrada. Tendrían que haber emprendido el regreso antes, piensa, porque Catalina ya se ha quejado dos veces de hambre y no hay ningún lugar a la vista donde comer. La temporada recién empieza y los vendedores playeros aún no han aparecido.

—Tengo sed.

—¿No era hambre?

—Las dos cosas. ¿Falta mucho?

—Bastante. Nos fuimos lejos.

—Tengo mucha sed.

Ana ve una construcción de madera a lo lejos. Quizá sea un restaurante. La imagen se hace nítida a medida que se acercan y sí, es un restaurante, aunque no el tipo de restaurante que busca. Parece demasiado elegante. Y probablemente esté cerrado. La soñada, dice el cartel con letras rojas algo borroneadas que recién ahora, cuando ya está subiendo los escalones que dan al local, alcanza a leer.

Ana empuja la puerta y se asoma a un salón decorado con buen gusto, completamente vacío. Hay mesas con manteles oscuros y floreros, sillas tapizadas, altas copas. No parece el lugar para comer un sándwich, pero quizá consiga una bebida. Golpea sus manos.

—Buenas tardes... ¿Hay alguien?

Silencio. Vuelve a golpear y ahora le llega una voz de afuera. Catalina tira de su mano y señala hacia el fondo, donde un hombre que lleva una pila de platos en lasanos acaba de aparecer.

—¿Señora?

—Perdon, ¿Está abierto?

—No —el hombre menea la cabeza distraídamente—. En esta época abrimos solo de noche.

—¿No podría vendernos alguna bebida? Tenemos una larga caminata y...

Ana se detiene porque el hombre, tras apoyar los platos en una mesa, se ha acercado y la está mirando con una intensidad desconcertante. De pronto sonríe y hay algo en esa sonrisa que le suena muy familiar. Tiene el pelo algo canoso, la cara más ancha, pero tiene que ser...

—¿Ana?

—¿Orlando?

Ahora se abrazan y ríen. Dicen las cosas usuales: que el otro no ha cambiado, que se alegran de verse, que pasó tanto tiempo. Ana intenta calcularlo: ¿Diecinueve años? O quizá dieciocho, porque hubo un último encuentro, cuando Orlando todavía estaba trabajando en Toby's.

—Esperá, tenés que ver a alguien —dice Orlando y corre hacia el fondo, desde donde se oye el grito: "¡Lara!".

Minutos después, Ana la ve venir. Lleva short y remera y desde lejos parece no haber envejecido un día en los últimos veinte años. El mismo pelo largo, el rostro delgado y esa figura qué siempre le envidio. Pero cuando la tiene cerca, Ana alcanza a notar las huellas del tiempo. Unas arrugas finas junto a sus ojos claros, caderas ensanchadas por los hijos y una expresión diferente, más calma, qué le sienta muy bien.

—¿Sabes quién es? —le pregunta Orlando sonriendo.

Lara ladea la cabeza y la mira. La mira fijamente hasta qué una sonrisa ancha la ilumina la cara.

—¡Papá Noel! —grita, y también ella la abraza.

Dos horas más tarde Ana ya ha recorrido lugar le han presentado a Micaela, de catorce años, a Pablo, de nueve, y a la perra lila, de edad incierta. Ha sacado fotos de todo (porque eso es a lo que Ana se dedica, es fotógrafa profesional) y ha aceptado quedarse a almorzar. Al principio trato de resistirse, preocupadas por incomodarlos, pero insistencia de Orlando y la promesa de hacerle probar especialidades de la casa (la trucha con almendras saladas y el volcán de chocolate amargo, entre otras) acabaron por convencerla.

Ahora  están todos sentados en el patio que da a la playa, tomando café.

—¿Cómo se arreglan en el invierno? —pregunta ana—.  No debe venir nadie por acá.

—Casi nadie —asiente Orlando—. Igual salimos adelante. Lara es psicóloga y trabaja en el hospital de madariaga tres veces por semana. Yo hago mermeladas y conservas para vender. Y solo abrimos los fines de semana. No entra mucho dinero, pero vivimos. Nos gusta estar acá. ¿Y vos? ¿Te va bien en esa entrevista?

—Bastante bien. Mi marido también trabaja ahí, es periodista.

Lara sonríe.

—¿Será aquel que conocimos? ¿El del corte de pelo raro?

—¿Mateo? —Ana sonríe—. No, para nada. Se años que no lo veo, sé que es arquitecto y vive en Brasil. Le fue bien. Pero no éramos el uno para el otro —vuelve a reírse—. Mi marido se llama Manuel.

—Hace poco pensé en vos, cuando vi las fotos de unos cuadros increíbles de una tal Cecilia Grimstad —dice Orlando—. ¿No se llama así tu hermana?

—Sí, es ella. Se hizo famosa.

—Me acuerdo de cuando la conocí, aquel día en que hacía malabares en la calle y la hiciste subir a la carreta —Orlando sonríe con el recuerdo—. Creo qué nunca le oí la voz. ¿Se casó?

—Todavia no. Está totalmente dedicada a su pintura. Y sigue siendo tan callada como entonces.

En ese momento, Orlando observa alguien que se acerca por la playa y se pone de pie.

—Ana, vení. A ver si reconoces a esa persona que viene ahí.

Ana y Lara se levantan. Es una mujer la que Orlando señala, pero aún está lejos.

—Ni idea. ¿Quién es?

—Vamos, hacé un fuerzo. Tenes que reconocerla.

Ana se concentra en la figura qué poco a poco va acercándose. Sus ojos se esfuerzan, buscan aumentar el zoom y ahora, sí, ya la ve mejor. está más vieja, pero debe ser...

—¿Bety? Sí, ¡Es Bety!

—Seguro viene a vernos —dice Orlando mientras agita un brazo.

—¿Que hace acá?

—Hace dos años le vendió su parte de la tienda a Toby y se compró una casa muy cerca. Le quedó bastante dinero, así que ahora se dedica a disfrutarlo. Toca el piano, a veces nos ayuda en el restaurante y cuida a nuestros hijos.

No hay mejor abuela que ella.

Ana sonríe. De pronto se siente invadida por una inesperada alegría y también por un chispazo de culpa. ¿Por qué dejó pasar tanto tiempo sin verla? Sacude su brazo con energía en dirección a ella y espera, ansiosa, a que se acerque.

Aún lejos, Bety mira sin reconocer. Ahora está viendo una figura junto a Orlando y a Lara, parece ser una mujer. También ella se esfuerza para que sus ojos le acerquen la imagen, pero son ojos cansados, que ya no responden como antes. Igual, apura el paso y agita su mano. Tiene la sensación de que la espera algo bueno.

zoom [Andrea Ferrari]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora