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  El encierro derrumbó mi esperanza, no quería seguir despierta en un mundo de cuatro paredes.

  Día y noche se repetían sin fin. El domingo era igual que el lunes y marzo era igual que abril.

  La luz solar me indicaba que podía ser feliz, pero cuando bajaba la luna, me volvía ajena a este universo.

  ¿Donde estaba? No sé.
  ¿Como estaba? Tampoco sé.

  Imaginarme a mi dormida en un sueño eterno era la única solución que le encontraba al encierro. Ver mi cuerpo en tercera persona, alejada de mi carne, viendo cómo no pertenecía allí dentro cuando el reloj marcaba las ocho de la noche.

  Me ocultaba bajo las sábanas mientras el azulado mar triste salía de mis ojos, dejándome ahogar en la miseria de ser un humano. No era digna. No era digna de ser humana. Merecía un final, quería un final, uno que cesara esa agonía incoherente y ese vacío absurdo, porque siempre lo tuve todo, pero no me llenaba con nada.

   Lo pensé, una vez. Dos veces. Tres. Cuatro. Hasta cinco y creo que más de seis.  Pero me acobardé. No tenia la valentía suficiente para dejar que esa cuchilla de aluminio caminara en mis brazos, o para que esas pastillas bajaran a mi estómago. Ni siquiera para que la cuerda abrazara fuertemente mi cuello cual hijo abraza a su madre.

  No quería dolor. No quería sufrir.

  Y tampoco quería vivir.

   Así que acá me quedé, parada en un limbo desconociendo mi identidad.

   Sin saber a dónde ir, donde todo me da igual.

   Donde los colores no brillan y la música no suena. Donde sentir es alegría o dolor es como mirarse a un espejo. Donde el mundo marchitó antes que yo, y donde la muerte ya ni siquiera es una opción.

en remolinosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora