Festival de Hyrule

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Ciudadela del Castillo de Hyrule...

- ¡Hermano, date prisa! ¡Ah, mira eso!

- ¡Aryll, espera! ¡No corras tú sola!

Un joven de unos dieciséis años perseguía a una pequeña niña de coletas que corría entre la gente. A primera vista cualquiera podría ver que ambos eran familia; tenían el mismo cabello rubio y ojos azules. La niña corría de puesto en puesto, mirando todo lo que había, y llamando a su hermano mayor para que viniera a ver.

- ¡Mira esto, hermano, estas máscaras se ven geniales! ¿Podemos comprar una? ¿Podemos? – exclamaba la pequeña. – ¡Por favor, por favor!

Si por él fuera, con mucho gusto le compraría todas las que quisiera. Pero haber venido hasta aquí para poder asistir al festival ya había sido un sacrificio enorme, monetariamente hablando, y por lo mismo necesitaban escatimar en lo que tenían.

Pero no quería faltarle la promesa que le hizo a su querida abuela. Ella había prometido traer a Aryll al festival, pero desde que había enfermado, el chico dudaba si la anciana estaba en condiciones de hacer el viaje, por lo que le prometió que, si ella no podía, él lo haría en su lugar. Y ahora estaba aquí. El festival duraba tres días, y durante el primero no habían podido hacer gran cosa debido a que llegaron casi al final. Ahora era el segundo, así que debían sacar el mayor partido, en la medida de lo posible al menos.

- Está bien, Aryll. Pero solo una, recuerda que estamos cortos de dinero.

La pequeña hinchó ligeramente las mejillas, pero asintió y empezó a observar. Había máscaras de toda clase de criaturas; estaba una máscara de Keaton, un zorro amarillo de orejas puntiagudas, otra con forma de pájaro con las alas extendidas, uno con forma de rana verde, y muchas otras más. Aryll se decidió por una capucha con orejas de conejo, que empezó a agitar alegremente.

- Quiero esta, hermano. – declaró, poniéndosela. Link asintió y se dirigió al hombre que atendía el puesto, un sujeto de pelo rojo con ojos de rendija y una perpetua sonrisa (que resultaba un poco escalofriante).

- ¿Cuánto por esta?

- Cincuenta rupias, muchacho. – le dijo, mientras se frotaba las manos de una manera algo extraña.

Link metió la mano en su monedero y pagó la cantidad. Agradeciéndole al vendedor, se llevó a su hermanita de la mano, dirigiéndose hacia el siguiente puesto.

Si debía admitirlo, era un poco aburrido ir solo de puesto en puesto mirando lo que había, y decir que vendrían después una vez que decidieran lo que comprarían o pagarían. Link lamentaba no tener más dinero para permitirle a su pequeña hermana comprar lo que quisiera a su gusto, pero sabía que tenía que cuidar lo que tenían.

Se detuvieron en un puesto donde había un enorme estanque de cristal, repleto de peces dorados que nadaban en su interior. Aryll corrió a poner las manos en el muro de cristal, queriendo verlos más de cerca.

- ¡Hermano, mira esto! ¡Mira que lindos pececitos!

- Por un precio puedes intentar atraparlos y llevártelos a casa, pequeña. – dijo la encargada, una mujer gorda y de pelo rubio en coleta.

- ¿De verdad? – dijo Aryll. – ¿Puedo intentarlo, hermano? ¿Puedo, puedo?

- Espera, hermanita. – dijo el chico. – ¿Cuánto cuesta un intento?

- Según el tipo de red, cinco, diez o veinte rupias. Puedes intentarlo hasta que la red se rompa.

- Asumo que, entre más pague por una red, ¿de mejor calidad? – preguntó Link, a lo cual la encargada asintió. – Está bien, que sean tres redes de veinte rupias.

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