Parte 2

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Conforme Candy revivía lo sucedido la noche anterior, sus ojos seguían la figura de la joven anfitriona.

Sola, la rubia intentó moverse una vez más. El fallido movimiento la hizo cerrar los ojos, asomándose de ellos un par de lágrimas, las suficientes para romper en llanto y afirmarse que, aquella separación era real. Realidad que Terry también y duramente confrontaba.

La noche anterior, después de haber visto a Candy partir, a Susana había elegido. La había elegido, porque así lo hubo dictado y seguía dictando su interior, no importando que el amor se perdiera entre la noche y los copos blancos de la nieve.

Ésta había cubierto la ciudad de Nueva York; y él, consiguientemente de pasar el resto de las horas de la noche a lado de Susana, en lo que ésta dormía, Terry, taciturno, cansado y derrotado, caminaba por la calle que rodeaba al hospital, sumergiéndose sus pasos en la nieve, y otros que daba lo hacían resbalar.

Uno de esos, lo llevó, de sentón, al helado y mojado suelo, donde él, no tanto por el dolor de la fuerte caída, sino por lo destrozado que sentía el corazón, nuevamente comenzó a llorar, habiendo puesto sus codos sobre las rodillas flexionadas y ocultar su rostro entre sus enguantadas manos, las cuales, a señal de frustración las llevó a la cabeza para jalarse rudamente sus castaños cabellos.

Consciente de donde estaba, Terry se puso de pie para continuar su vereda. Esa que primero le llevara a su apartamento, y después a la desesperanza.

Necesitaba verla. Verla una vez más, ya que lo suyo no podía terminar así. No debía terminar así, pero Susana.

— Susana.

Desparradamente tendido en el sofá, Terry la hubo mencionado; y mirando al techo, decía:

— ¿Qué infierno te espera a mi lado, si en lo más mínimo te amo? Mi corazón; todo yo, se ha ido con ella. Ella. La dueña de un nombre que a partir de ahora, únicamente estando a solas podré pronunciar. Un nombre que jamás borraré de mi mente mientras siga respirando. Candy, ¿por qué tuvimos que conocernos para terminar así? ¿por qué...? No, es inutil cuestionar cuando el silencio me responderá. Pero tú, ¿me escucharías para explicarte? ¿me darías la oportunidad de...?

Los fuertes toques de la puerta acompañados de su nombre por la mujer encargada del edificio en donde vivía, lo interrumpieron.

Sin deseo alguno de ver a nadie, Terry permaneció en silencio. Así se mantuvo hasta que otra voz y demandante le pedía abriera la puerta.

Al reconocerla, el joven actor se sentó. Lo hizo para tallarse el rostro y después, con calma se puso de pie para atender a quien osaba visitarlo en ese momento tan sombrío.

Afuera yacía el Señor Hathaway. Éste, pese a la fatal noche del actor, se sintió comprometido a no dejarlo solo.

La premier había sido todo un éxito; y ese debía continuar. Todo mundo hablaba de la excelsa interpretación del joven. Todos estuvieron preguntado por él luego que éste desapareciera una vez terminada la función.

Sabiendo la obligación que se había echado a los hombros, Hathaway aguardó un poco antes de salir a buscarlo y hablarle, independientemente de la mina de oro que ese joven representaba. Por tener mayor trayectoria, edad y por ende experiencia, de sobra sabía de los sacrificios que se hacían si se quería triunfar en el mundo del teatro.

— Terry, sé que sonará cruel, pero yo mejor que nadie debe decirte que... el espectáculo debe continuar. Te debes a un público, al cual has agradado y te ha aceptado. No tires por la borda esta oportunidad, porque quizá ya no haya otra. O de haberla, no será pronto, yéndose así un buen tiempo y lamentándote tú por otro más largo. Entiendo que sufras por haber soñado una familia a lado de la mujer que verdaderamente amas, y que hoy se ha truncado por una de las trampas que tiene la vida, pero... eres joven, hijo; y tal vez mañana...

— ¿Susana ya no exista? — alguien sarcásticamente lo anheló.

— Eso fue más cruel, Terry, pero sí. Uno no sabe lo que le depara el destino.

— Sí, eso es verdad. Porque de haberlo sabido... ni me vengo a parar a América.

— Sin embargo, lo has hecho. Estás aquí, en una situación jamás pedida es cierto, pero no dejes que te abata. Además...

— ¿Qué? — instó Terry ante el silencio de su visitante.

— Lo lamento por Susana y por su madre, pero... no debes casarte, ni con ella ni con otra mientras sigas en este medio.

— ¿Usted lo está?

— Yo ya voy de salida, hijo, y me enorgullecería más que tú continuaras.

— En estos momentos, yo...

— ¿Quieres tomarte un tiempo? — propuso Hathaway siguiendo al joven que había iniciado un caminar. — Dices sí, yo lo arreglo con los inversionistas. Pero, una vez esté cumplido, debes cumplir conmigo.

— Y de acuerdo con la Señora Marlowe, con Susana también; así que... lo ha dicho bien —, Terry se giró sobre su eje para confrontar, en una arrogante pose, a su compañero de tablas: — El espectáculo debe continuar, así me esté muriendo por dentro.

— Pero confío que te repondrás pronto.

— Sí, yo también.

Las últimas dos líneas habían sonado iguales entre Beaver y Candy.

Ésta, por la jovencita, había sido ayudada.

Ya debidamente sentada, la enferma degustaba del guiso puesto frente a ella.

Sentada a su lado, Beaver miraba el rostro de Candy, aunque en sí esperaba la aprobación de su comida hecha y ofrecida. Pero ya de paso, le observaba:

— Tienes muchas pecas, ¿sabías?

— Sí — dijo Candy haciéndosele un nudo la garganta.

Y por el quiebre de su voz, Beaver completaba con la intención de animarla:

— Pero son muy lindas; y van muy acorde contigo. Igual que le quedaban a mamá.

— ¿También era pecosa? — preguntó la rubia.

— ¡Mucho! — respondió con algarabía la muchachita; la cual confiada compartía: — Con decirte, que papá la bromeaba al preguntarle si las coleccionaba.

Con eso dicho, Candy no pudo contenerse y rompió en llanto.

Por la manera tan desgarradora de hacerlo, Beaver se alarmó, no sabiendo de momento qué hacer ni cómo consolar a la que lloraba y dificultosamente pedía disculpas por hacerlo.

— Al contrario, Candy, discúlpame tú a mí. Ignoraba que...

— No — dijo la rubia pecosa, — no te preocupes más. Es sólo que... me trajo un recuerdo.

— ¿Bueno o malo?

— Hoy muy triste para mí.

— Y por lo que puedo percibir... es reciente.

— Sí.

— ¿Cuánto?

— Anoche.

— ¡¿Anoche?! — gritó Beaver.

— Sí. Anoche.

— ¡Oh Candy! ¡Cuánto lo siento!

Compasiva, la chica se acercó a la otra para darle un abrazo.

Y en lo que lo hacía, Beaver moría por preguntarle muchas cosas, pero a la vez entendía no podía comportarse de manera insolente.

De su madre había aprendido a ser paciente; y con Candy lo sería para que de ella saliera contarle todo o lo que quisiera.

Sí, iba a comportarse para poder ganarse su confianza y su amistad.

Esas que la misma Beaver buscaba y que finalmente encontraba con su llegada, prometiendo ella ayudarla en lo que fuera.

SUEÑO TRUNCADODonde viven las historias. Descúbrelo ahora