No. La muerte no es mala

77 15 0
                                    


—Bien, es momento de que me lo cuentes todo —Señaló Elizabeth.

—Bien. Te lo diré —Respondió Carlos con ciertos nervios en su respirar—. Supongo que debo empezar por el inicio.

Cerró sus ojos a la vez que suspiraba. De pronto, recordó como si volviese en el tiempo.


No siempre fui un «vampiro». Antes era humano, como tú.


Había una pequeña casa en el campo, en un pequeño pueblo. Era acogedora y muy hermosa. Carlos se hallaba leyendo el periódico. Recordaba cada palabra claramente, mas un párrafo en la primera pagina fue lo que le encendió todas las alarmas.

«La tensión entre Gila e Inglaterra crece cada vez más. Varios buques de guerra han sido vistos cerca del territorio giliano, augurando una posible guerra por el dominio de las tierras que los ingleses reclaman como suyas.»

Los bellos en su espalda se erizaron igual que aquel día. De pronto, recordó cuando estaba trabajando: un vecino llegó corriendo, indicando que su mujer había entrado en labor de parto.

Corrió hasta la habitación, donde una mujer de estomago hinchado posaba en la cama.


Era 1930, yo solo era un joven de treinta y dos años. Estaba casado.

Mi esposa se llamaba Blanca, llevábamos casi diez años casados y estábamos por tener un bebé. Aún recuerdo su rostro asustado, yo lo estaba más. Ese día nació nuestra hija.


Esa noche, tras irse el doctor del pueblo, ambos se quedaron reposando en la habitación sosteniendo aquella pequeña entre los brazos de Blanca, quien no ocultaba su agotamiento en su sudoroso rostro. La pequeña poseía el cabello bastante largo para una recién nacida. Negro como la noche con una hermosa piel porcelana.


Todos dicen que los recién nacidos son feos, y tienen razón. Pero ella... ella era hermosa. Era la niña más hermosa que había visto en mi vida. Tan pequeña y frágil como un pétalo... y era mi hija. Esa noche decidimos llamarla Alma.


Los sonidos metálicos comenzaron a chocar entre sí, gritos y motores ahogaban el aire.


Ese año fui llevado al servicio militar. No pude negarme, de lo contrario habría pasado mi vida en prisión. No quise ir, quería quedarme en casa con mi esposa y mi hija, pero no tenía más alternativa que sobrevivir. Luego, casi terminando 1930, fui enviado al campo de batalla. Había entrenado lo suficiente, pero no me sentía listo. ¿Quién lo estaría? Muchos eran jóvenes que no sé si llegaban a adultos. Tenían una vida por delante y los vi morir frente mis ojos. No quería ser uno de ellos. Quería volver a casa.


Recordó cómo corría por el campo, viendo a sus compañeros morir por una única bala por cada uno. Hacía frio y el aliento de su boca así lo delataba. Las fugaces luces lo aturdían y su hombro ya dolía por el retroceso de su arma. Así llegó otra noche en la que le tocaba hacer guardia junto a su compañero Roberto, un general de unos cincuenta y tantos.

Todos estaban en un edificio de un pequeñísimo pueblo. Ellos, en el techo.

—¿Tienes familia, soldado?

El ConticinioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora