Laia me enseñó la zona. Estábamos en un cabo, lleno de acantilados. El territorio que lo rodeaba estaba lleno de naturaleza, desde árboles enormes hasta flores preciosas. Si no estuviera allí para ser asesinada en un juego macabro, me hubiera encantado relajarme con aquellas maravillosas vistas. Por mala suerte, unos psicópatas deseaban acabar con nosotras, y la pequeña parecía ser muy consciente de esa realidad. Caminaba rápido y ágil, esquivando cada obstáculo sutilmente.
Viendo en acción me costaba entender cómo la habían atrapado, casi no podía ni alcanzarla yo y se suponía que iba más despacio por mí. Además, me preguntaba cómo había logrado aquel control, parecía que había sido dura su infancia y eso que tendría poco más de diez años.
Al de media hora caminando por los acantilados, llegamos a un sendero liso, en el cual había varios ciervos comiendo. Laia se detuvo de golpe a observarlos. Me preparé para ver cómo se lanzaba hacia ellos. No me gustaba nada la idea de matar animales, pero hubiera dado lo que fuera por comer algo que no fuesen flores y frutas. Para mi sorpresa, cuando mi compañera se movió, no fue para acercarse a ellos, sino para continuar el camino.
—¿No vas a cazarlos? —dudé, siguiéndola.
—No asesinó a animales inocentes —dijo seria, casi molesta por la idea—. Si tú puedes matarlos hazlo, pero no quiero estar presente.
Lo cierto era que entendía la respuesta, aunque en mi interior la lógica y lo moral estaban enfrentándose. Teníamos que comer, necesitábamos energía si queríamos poder luchar contra el otro grupo. No obstante, quitar la vida a un ser vivo nunca es agradable, ni aunque sea por supervivencia.
Poco después llegamos a una granja abandonada. La chabola era pequeña y nadie la custodiaba, pero el huerto estaba bien cuidado. Me pregunté si alguien vivía allí hasta que el programa compró la isla y le echó.
Laia me tiró una bolsa de plástico y sacó otra para ella, las llevaba en el bolsillo. La cogí y la estiré, copiándola.
—Coge toda la fruta que puedas —ordenó—. A la tarde iremos en la otra dirección, para coger algas marinas, así que tiene que dar suficiente para todos.
Asentí y comencé a llenar la bolsa.
Había varios tipos de árboles, desde manzanos hasta perales e, incluso, limoneros. Estos últimos aún estaban muy verdes, pude arrancar dos amarillentos, al resto le quedaba mucho. Las manzanas, por otro lado, habían de dos tipos, verdes y rojas. Pero ambos tipos tenían zonas marrones. Los pájaros debían haberse adelantado y habían picado varias. Me fijé en las que habían caído al suelo, estaban llenas de mordeduras y de insectos.
Miré a Laia, cogía casi sin mirar lo que estaba metiendo en la bolsa. Si mi abuelo la hubiera visto, le hubiera enseñado a fijarse más, pero yo solo podía advertir lo desesperada que estaba por comer. No podía culparla. Ella se dio cuenta de que me había quedado mirándola.
—Si vas a decirme que miré mejor la fruta, no pierdas el tiempo. Prefiero que tenga gusanos a no comer —soltó.
Lo dijo seria, pero podía ver vergüenza en sus ojos. Me acerqué a ella, desenado abrazarla, aunque no lo hice.
—¿Habías hecho esto alguna otra vez? —pregunté, llevándome su atención—. Manejas muy bien la situación.
—En mi país existen mafias que si se cruzan en tu camino pueden violarte, torturarte y asesinarte sin que la ley les condene. Para mí huir es mi día a día.
El corazón se me rompió en mil pedazos. Había supuesto que estaba acostumbrada a ello, pero saberlo oficialmente me hacía sentir muy pequeña e inútil. Ojalá hubiera podido conocerla antes y ayudarla.
—Lo siento... —fue lo único que pude pronunciar.
—No lo sientas por mí, que he podido esquivarlos. Siéntelo por los cientos de personas que mueren cada día injustamente, ¡mientras los estúpidos ricos que pagan este programa están en sus lujosas vidas! —aulló dirigiéndose a una de las cámaras que había colgada de un árbol
Dejó unos segundos de luto y cuando acabó volvió a mirarme.
—Tu tenías una vida acomodada, por eso se te hace tan duro entender por qué nos vendieron y para qué se hace este programa. Pero la verdad es que esto es la realidad. Así es como se vive en muchos países. Están la gente pobre y los que se divierten con ellos —finalizó con lágrimas en sus ojos.
Tenía razón. Tenía toda la razón.
El mismo día que me secuestraron estaba llorando por un desamor, un chico que ahora no me importaba nada, pero en ese momento quería. Y, desde que estaba presa en aquel juego, nada de mi vida anterior me parecía importante, solo podía pensar en sobrevivir, en seguir despierta. Me di cuenta de que antes mi mayor problema era que me rechazara un chico, mientras ahora ni siquiera podía pensar en amor, porque mi vida dependía de una fina cuerda.
Un sonido extraño interrumpió mis pensamientos en ese momento. Era un trueno. El cielo estaba despejado, había sido un sonido grabado, no uno real, del momento. Sin embargo, no tardó el cielo en teñirse de gris. Parecía que se iba a poner a llover en cualquier momento.
Laia me dirigió una mirada preocupada. No había sido algo muy normal, ambas lo sabíamos. Estudié nuestro alrededor, quizá nos estaban avisando de que los asesinos se acercaban. Unas ramas se movieron al fondo y me puse alerta.
—Corre a la chabola y escóndete. ¡Vamos! —pedí.
No estaba segura de sí nos habían visto y jugaban con nosotras para asustarnos, o, simplemente, no habían llegado a fijarse. Fuera como fuese, sería más fácil si me enfrentaba sola a ellos. Además, estaría más tranquila al saber que ella estaba escondido y a salvo. Laia no dudó, corrió y tiró la bolsa, evitando hacer ruido con el plástico.
Se escuchaban ruidos por todo nuestro alrededor, pisadas. Aproveché para retroceder, despacio y en silencio. Quizá podía pedir ayuda a Peter y al resto, o, al menos, alejarlos de Laia. Estaba a punto de llegar a un arbusto enorme, en el cual podía esconderme hasta asegurarme de qué era lo que rondaba a nuestro alrededor.
El viento soplaba fuerte, provocando que las ramas se moviesen y no dejando claro si había algo realmente que estuviera acechando, aunque algo en mi interior me aseguraba que así lo era. Llegué hasta el arbusto cuando me tropecé con una rama caída. Me desplomé en el suelo cayendo con el culo. Ahogué un grito por el dolor. Además, me había rozado la mano con el tronco de un árbol y me había creado un rasponazo que comenzaba a sangrar. Me encogí, haciendo fuerza en mis manos contra mis piernas, tratando de controlar el daño que sentía.
Algo se movió a mi derecha y de pronto el dolor pasó a un segundo plano. Me giré lentamente, deseando que fuera cualquier cosa menos nuestros enemigos. Y mi sorpresa fue grata, aunque ingrata a la vez. No eran ellos, sino un lobo. Estaba con los dientes sacados, saboreándome desde la distancia. Parecía hambriento, muy hambriento, como si llevasen meses sin darle de comer. Y lo peor fue que no estaba solo, tres más aparecieron detrás de él y escuché aullidos por toda la isla.
Mierda, mierda, pensé.
Traté de ponerme en pie, sin hacer movimientos bruscos, cuando un rayo cayó en mitad del huerto. Ese ruido alteró a los animales y corrieron a por mí.
No sé si hubiera preferido a los asesinos, al menos con ellos podía debatir la forma en la que me mataban y quizá escaparme, como la última vez. Pero, con aquellos lobos, solo podía rezar y correr sin detenerme.
Y eso fue lo que hice.
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Crónicas mortales: origen
Ficção AdolescenteEmma es una adolescente normal con un canal de Youtube poco popular, pero que le gusta actualizar. Un día mientras vuelve a casa ve como intentan secuestrar a una niña y ella se entromete. Esto provoca que acabe ella en su lugar. Se despertará en un...