Reinicio No. 37

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Siempre le ha parecido extraño.

Siempre ha sabido por qué.

A mitad de la carretera, Luciel ha detenido el automóvil. No se molesta en apagar el motor, sale y comienza a correr, alejándose del haz de los faroles, rumbo a la oscuridad. Alguien lo sigue de cerca, es el único ruido que hay: unos zapatos que persiguen los suyos con uno o dos metros de desventaja. En las calles y a lo largo del trayecto en carretera, no ha habido más autos que el suyo. Le arde el pecho, a medida que avanza le cuesta más y más levantar los pies. ¿No era bueno en carreras de resistencia? Se lo dijo a ella alguna vez. (¿Cuál vez?). Se detiene, inclinándose sobre sí mismo, las manos sobre las rodillas. Cierra los ojos. No hay ruido alguno en las montañas. No hace frío. No hay viento. Nada más que silencio. Una mano delgada, que se siente real (que es lo único real), se cuela entre sus dedos... y, de repente, música.

El estallido de color producido por los letreros lo ciega al separar los párpados una vez más. Luces estroboscópicas palpitan en el interior de un local al otro lado. No hay gente, solo música. Respira el frío aire de la madrugada, sintiendo que se ahoga. El viento seca sus mejillas, pero todavía su vista es borrosa y le tiemblan las manos. A través de las lágrimas, mira la calle.

El mundo es inestable más allá de la mano que sujeta. Se libera, trastabillando hasta un muro. Se restriega la nariz con el dorso de la mano y aspira entre sollozos. Retrocede hasta que su espalda golpea el concreto, echando la cabeza hacia atrás para mirar el cielo y éste le parece tan real que la consciencia sobre la artificialidad de su existencia lo abruma. Luciel aprieta los párpados.

—Olvida —pide ella con voz queda pero apremiante—. Saeyoung, olvídalo.

Luciel abre mucho los ojos un instante. No se suponía que ella conociera esta información: su nombre; él nunca lo dijo, no esta vez. Agotado, gruñe, dejándose caer contra la pared para esconder la cara en sus rodillas.

—No me obligues a continuar —ruega—. No puedo olvidarlo.

—Sí puedes. Lo has hecho antes.

—¿Por qué no se detiene? ¿Por qué ocurre de nuevo? ¡Deja de hacerlo! Por favor...

Se reproducen unas imágenes extrañas en su mente. Se sienten como recuerdos, pero no parecen suyos. La sonrisa de alivio de Yoosung cuando advirtió que estaba vivo, incluso cuando era él quien sangraba por un ojo. La mirada fija de Saeran, solo que no era él mismo. Se repiten una y otra vez las imágenes, como una pesadilla a la que nadie le pone fin. El cabello color menta de V sobre el que la sangre era aún más escandalosa. Las palabras que se lleva el viento, lo último que Rika le dijo antes de morir.

Luciel, vagamente, se recuerda llorando al teléfono una noche: a ella no le importaba Seven como le importaba Jumin. A veces, a ella no le importaba Luciel como le importaban todos los demás. Otras, las cosas salían mal. Ella habla de finales, pero no los hay en realidad, porque justo cuando Saeyoung ha recolectado todos sus recuerdos...

—Error 606, el reinicio —murmura lloroso contra sus piernas, normalizando su respiración poco a poco. Al cabo de unos segundos, Luciel levanta la cara y nota que ella lo está mirando con una mezcla de compasión y cansancio—. ¿Por qué me ves así? Eres tú la que tiene que pasar por todo una y otra vez. Sin olvidar nada. —Seven hace una especie de puchero antes de soltar un suspiro prolongado en el que se obliga a dejar ir para otro momento lo que le resta de autocompasión—. Salir con Zen una vez tendría que ser suficientemente malo, ¿a que sí? Ah, es una lástima que Jaehee nunca, ya sabes...

Ríe antes de usar el muro para darse impulso y ponerse de pie.

—Cállate, tonto. —Se le tiñen las mejillas de rojo y él sonríe porque es un poco tierno.

—No me engañas, yo lo sé todo. Soy el Dios...

—El Dios Seven, sí, sí, sí. Andando, tenemos que encontrar a Yoosung.

La expresión de cansancio vuelve al rostro femenino mientras gira en ambas direcciones, inspeccionando la calle. Parece perdida unos instantes hasta que entrecierra un poco los ojos y señala hacia la derecha, indicando el camino que tomarán. Luciel ha recuperado fragmentos de su memoria defectuosa, pero en ninguno de esos pedazos de pasado (o futuro, el tiempo es extraño) hay una sola imagen en la que ella sonría con auténtica felicidad. Siempre parece tan cansada y ahora, además, preocupada.

La chica le lanza miradas fugaces, estudiándolo, midiendo el alcance que puede tener lo que el creador ha programado para él a continuación.

—¡Pregunta! ¿Voy a enterarme de algo así de espantoso? —Ella no responde. Se tensa completamente y voltea hacia delante—. Vaya, ¿tan malo? —Como respuesta la chica se mordisquea los labios, logrando que él se replantee el permitir que la conversación siga por ese camino. Ya bastante nefasto es todo como para agregar otro tema trágico a la lista. Suspira teatralmente, poniéndose los brazos detrás de la cabeza en ademán despreocupado—. Eh, no había notado lo solitario que es todo...

—Te has salido de tu lugar, Luciel. Suele sentirse muy raro, incluso como si algo doliera. La última vez... fue peor.

A veces dolía. Recolectar recuerdos y empezar a actuar con independencia, tocando lugares y viendo los espacios vacíos en una realidad limitada era una labor despiadada. Zen tenía suerte, para él el glitch consistía en sueños esporádicos, él podía achacar todo a la imaginación; Zen no llevaba a cuestas la consciencia, no sabía cosas que cualquiera estaría mejor sin conocer. La ignorancia es dicha, cuando tu vida se cuenta en ceros y unos.

—¿Lo hago seguido?

—No siempre. A veces simplemente no puedes tomarlo bien y no es tu culpa.

Luciel suspira, baja los brazos y mete las manos dentro de su chaqueta. Acusa un agotamiento gemelo del que su compañera de aventura sufre. Lo cual es raro.

—¿Y de quién sí es?

—No lo sé. —La joven mira hacia el final de la calle con aire añorante—. Quizá cuando lleguemos al final lo descubramos.


Depurador: bucle infinito | Mystic Messenger |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora