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Mientras trazaba los planes para el Coventry Quarterly Review, Aman da hizo un descubrimiento irónico y sorprendente: casarse con Jack le había aportado mucha más libertad de la que disfrutaba estando soltera. Gracias a él, ahora poseía dinero e influencia suficientes como para hacer lo que le apeteciera, y lo que aún era más importante, tenía un marido que la estimulaba a hacer lo que le apeteciese.
Jack no se sentía acobardado por la inteligencia de su esposa. Se enorgullecía de sus logros y no mostraba vacilación al elogiarla ante otras personas. La animaba a que fuera audaz, a que dijera lo que pensaba, a que se comportara como jamás se atreverían a comportarse las esposas «decentes».
En sus horas de intimidad, Jack la seducía y la atormentaba todas las noches, y Amanda disfrutaba de cada momento. Jamás había soñado que un hombre pudiese sentir aquello por ella, que un esposo pudiera verla como una mujer tentadora, que obtuviera tanto placer de su cuerpo, un cuerpo que se encontraba muy lejos de la perfección.
Mayor sorpresa incluso supuso el ver que, hasta la fecha, Jack disfrutaba de la vida hogareña. Para ser un hombre que había llevado una existencia marcada por las incesantes relaciones sociales, parecía contento de aminorar el ritmo ajetreado, casi frenético, de su vida diaria. Se mostraba reacio a aceptar más que unas pocas del aluvión de invitaciones que llegaban cada semana, y prefería pasar las noches en la intimidad con Amanda.
—Podríamos salir un poco más a menudo, si quieres — le sugirió Amanda una noche mientras se preparaban para cenar solos—. Esta semana nos han invitado por lo menos a tres fiestas, por no mencionar la velada del sábado y una fiesta en un barco el domingo. No quiero que dejes a un lado el placer de disfrutar de la compañía de otras personas debido a la idea equivocada de que yo deseo tenerte para mí sola...
—Amanda — la interrumpió él, tomándola en sus brazos — he pasado los últimos años saliendo casi todas las noches y sintiéndome solo en medio de una multitud. Ahora por fin tengo un hogar y una esposa, y quiero disfrutar de ello. Si a ti te apetece salir, te acompañaré a donde quieras pero yo prefiero quedarme aquí.
—¿Entonces no te aburres? — le dijo ella acariciándole la mejilla.
—No — contestó él, con aire introspectivo. Luego la miró y arqueó las cejas—. Estoy cambiando — dijo con gravedad—. Tú me estás convirtiendo en un marido domado.
Amanda puso los ojos en blanco como respuesta a aquella broma.
—Domado es la última palabra que yo emplearía para describirte — dijo—. Eres el marido menos convencional que podría imaginar. Cabe preguntarse qué tal padre serás.
—Oh, pienso dar a nuestro hijo todo lo mejor. Voy a echarlo a perder por completo, lo enviaré a las mejores escuelas, y cuando regrese de su gran experiencia, dirigirá Devlin's por mí.
—¿Y si es una niña?
—Pues lo dirigirá también — replicó Jack al instante.
—Qué tonto... Una mujer jamás podría hacer semejante cosa.
—Mi hija, sí — le informó Jack.
En lugar de discutir, Amanda le obsequió una sonrisa.
—Y luego, ¿qué harás tú mientras nuestro hijo o nuestra hija se encarga de tu tienda y de tus empresas?
—Pasaré los días y las noches complaciéndote a ti — respondió Jack. Después de todo, es una ocupación que plantea muchos retos.
Y, a continuación, se echó a reír, esquivando la mano de Amanda cuando ésta intentó propinarle un azote en sus atractivas posaderas.
El peor día de la vida de Jack dio comienzo de manera inocua, tras todos los gratos rituales del desayuno y los besos de despedida, y con la promesa de regresar a casa para el almuerzo.
Caía una llovizna fina pero persistente, y el cielo gris se veía cubierto de nubes que prometían peores tormentas. Cuando Jack entró en el ambiente cálido y acogedor de su tienda, donde ya había gran número de clientes que buscaban refugiarse de la lluvia, sintió un hormigueo de satisfacción que le recorrió la espalda.

Su negocio era floreciente, en casa lo esperaba una esposa amante y el futuro parecía repleto de promesas. Parecía demasiado bueno para ser cierto que su vida, que tan mal había empezado, hubiera llegado a dar semejante giro. De alguna manera había terminado teniendo más de lo que se merecía, pensó Jack con una ancha sonrisa mientras subía las escaleras que conducían a su despacho particular.
Trabajó sin descanso hasta el mediodía, y después se dedicó a apilar documentos y manuscritos preparándose para irse a comer a casa. En aquel preciso momento se oyeron unos golpecitos en la puerta y asomó el rostro de Oscar Fretwell.
—Devlin — dijo en voz baja, con aire preocupado—, ha llegado un mensaje para usted. El hombre que lo ha traído ha dicho que era bastante urgente.
Con el entrecejo fruncido, Jack tomó la nota que le tendía Fretwell y la leyó a toda prisa. El texto escrito a mano en tinta negra parecía saltar del papel. Era la letra de Amanda, pero con las prisas no se había molestado en estampar su firma.
Jack, estoy enferma. He llamado al médico. Ven a casa enseguida.
Su mano se cerró sobre el papel y lo aplastó, formando una bola compacta.
—Es Amanda — musitó.
—¿Qué quiere que haga? — se ofreció Fretwell de inmediato.
—Ocúpate de todo aquí — contestó Jack por encima del hombro, saliendo ya del despacho a grandes zancadas—. Yo me voy a casa.
Durante el breve y frenético trayecto hasta su casa, la mente de Jack no dejó de dar vueltas a una posibilidad tras otra. ¿Qué podía haberle sucedido a Amanda, por el amor de Dios? Aquella misma mañana se hallaba rebosante de salud. Tal vez había tenido un accidente. La sensación cada vez más intensa de pánico hizo que se le encogieran las entrañas, y para cuando llegó a su destino estaba pálido y con el semblante severo.
—Oh, señor — exclamó Sukey cuando lo vio entrar corriendo en el vestíbulo—, en este momento se encuentra con el médico...Todo ha sido tan repentino... Mi pobre señorita Amanda.
—¿Dónde está? — exigió Jack.
—En el dormitorio, señor — balbució Sukey.
La mirada de Jack se clavó en el bulto de sábanas que la doncella llevaba en los brazos y que enseguida se apresuró a entregar a una criada con la orden de que las lavase. Jack, alarmado, vio unas manchas de color carmesí tintando el blanco de la tela.
Se encaminó a grandes pasos hacia las escaleras y las subió de tres en tres. Justo al llegar a su habitación, cruzó el umbral de la misma un hombre de cierta edad que llevaba la típica levita negra de los médicos. Era un hombre bajo y de hombros estrechos, pero poseía un aire de autoridad que sobrepasaba con mucho su estatura física. Cerró la puerta tras de sí, levantó la cabeza y contempló a Jack con mirada firme.
—¿Señor Devlin? Soy el doctor Leighton.
Al reconocer el apellido, Jack le tendió la mano.
—He oído a mi esposa mencionar su nombre — dijo—. Fue usted el que confirmó su embarazo.
—Así es. Por desgracia, estas cosas no siempre tienen la conclusión que uno espera de ellas.
Jack se quedó mirando al médico sin parpadear, sintiendo que la sangre se le helaba en las venas. Se abatió sobre él una sensación de incredulidad, de irrealidad.
—Ha perdido el niño — dijo en voz queda—. ¿Cómo? ¿Por qué?
—A veces no hay explicación para un aborto — repuso Leighton con gravedad—. Les sucede a mujeres sanas. A lo largo de la práctica de mi profesión he aprendido que, en ocasiones, la naturaleza sigue su propio curso, con independencia de lo que nosotros deseemos. Pero permítame que le asegure, tal como le he dicho a la señora Devlin, que esto no tiene por qué impedirle concebir y dar a luz un bebé la próxima vez.
Jack bajó la vista al suelo en profunda concentración. Por extraño que pareciera, no pudo evitar pensar en su padre, ya frío en su tumba, tan insensible en la muerte como lo había sido en vida. ¿Qué clase de hombre podía engendrar tantos hijos, legítimos e ilegítimos, y preocuparse tan poco de ellos? A Jack, cada pequeña vida le parecía de un valor infinito, y más ahora que acababa de perder una.
—Tal vez sea yo el culpable — musitó—. Compartimos el mismo dormitorio. Yo... Debería haberla dejado sola...
—No, no, señor Devlin. — Pese a la seriedad de la situación, en el rostro del médico apareció una débil sonrisa compasiva—. Hay casos en los que yo he prescrito que una paciente se abstuviera de mantener relaciones durante el embarazo, pero éste no era uno de ellos. Usted no ha provocado el aborto, señor, no más de lo que puede haberlo provocado su esposa. Se lo prometo no es culpa de nadie. En cambio, le he dicho a la señora Devlin que debe descansar durante unos días hasta que cese la hemorragia. Volveré antes de que finalice la semana para ver cómo va evolucionando. Como es natural, su estado de ánimo no será muy boyante durante un tiempo, pero su esposa parece ser una mujer de carácter fuerte. No veo por qué no ha de recuperarse con rapidez.
Cuando el médico se marchó, Jack entró en el dormitorio. Se le encogió el corazón de angustia al ver lo pequeña que parecía Amanda en la cama, ausentes toda su pasión y su buen ánimo habituales. Fue hasta ella y le retiró el pelo hacia atrás para besarla en la frente caliente.
—Lo siento mucho — le susurró mirándola a los ojos vacíos.
Aguardó algún tipo de reacción, ya fuera desesperación rabia o esperanza, pero el expresivo rostro de su esposa permaneció neutro. Amanda tenía un pliegue de la bata aferrado con fuerza en un puño, y lo retorcía y arrugaba sin cesar.
—Amanda — le dijo, tomando aquel puño en su mano—, por favor, háblame.
—No puedo — logró articular ella con voz ahogada como si una fuerza le atenazase la garganta.

INIGUALABLEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora