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Siguiendo la última ronda del día, Oscar Fretwell recorrió todas las plantas del edificio para comprobar los equipos y cerrar las puertas con llave. Se detuvo ante el despacho de Devlin. Dentro había una luz encendida, y por debajo de la puerta ascendía un peculiar aroma: el olor penetrante del humo. Ligeramente alarmado, Fretwell golpeó con los nudillos en el marco de la puerta y se asomó al interior.
—Señor Devlin...
Entonces se detuvo un momento a contemplar con un asombro apenas disimulado al hombre que era patrón y amigo a la vez.
Devlin se hallaba sentado a su mesa, rodeado por sus sempiternas pilas de libros y documentos, dando metódicas caladas a un largo cigarro. Un plato de cristal atiborrado de colillas apagadas y una bella caja de madera de cedro medio llena de cigarros daban testimonio de que Devlin llevaba ya un buen rato fumando.
En un esfuerzo por recomponer sus ideas antes de hablar, Fretwell aprovechó la oportunidad para quitarse las gafas y limpiarlas con escrupulosa meticulosidad. Cuando volvió a ponérselas, observó a Devlin con mirada valorativa. Aunque rara vez utilizaba el nombre de pila de su jefe, pues opinaba que era necesario demostrar su absoluto respeto por él ante sus empleados, ahora hizo uso de él de forma deliberada. Por una parte todo el mundo se había ido ya a su casa; por otra, sentía la necesidad de restablecer la conexión que había existido entre ellos desde que eran muchachos.
—Jack — dijo en voz queda—, no sabía que te gustara el tabaco.
—Hoy, sí. — Devlin dio otra calada al cigarro y clavó la mirada azul de sus ojos entornados en el rostro de Fretwell—. Vete a casa, Fretwell no tengo ganas de hablar.

Haciendo caso omiso de aquella orden pronunciada en tono calmo Fretwell se acercó hasta una ventana, retiró el pestillo de la misma y la abrió para que entrase la brisa y despejara el ambiente cargado de la habitación La densa neblina azul que flotaba en el aire empezó a dispersarse lentamente. Aún con la mirada sardónica de Devlin clavada en él, Fretwell se aproximó al escritorio, inspeccionó la caja de cigarros y sacó uno.
—¿Puedo?
Devlin asintió con un gruñido. Luego agarró el vaso de whisky que tenía enfrente y lo vació de dos tragos. Fretwell extrajo de su bolsillo un minúsculo cortador de puros y trató de rebanar la punta del cigarro, pero el prieto cilindro de hojas enrolladas se resistió a sus esfuerzos. Diligente, continuó serrando el cigarro hasta que Devlin se lo arrebató con un bufido.
—Dame ese maldito chisme.
Sacó del cajón del escritorio una navaja tremendamente afilada con la que hizo un profundo corte circular alrededor del extremo del cigarro para eliminar el borde desigual dejado por el cortador. Después se lo entregó a Fretwell junto con una caja de cerillas, y contempló cómo éste lo prendía y daba unas cuantas caladas hasta que comenzó a desprender un humo acre y aromático que fue ascendiendo muy despacio.
Sentado en una silla próxima, Fretwell fumó en silencio, en actitud amistosa, pensando qué podía decirle a su amigo. Lo cierto era que Devlin presentaba un aspecto deplorable. Las últimas semanas, pasadas trabajando sin piedad y bebiendo, unido a la falta de sueño, se habían cobrado por fin su tributo. Fretwell nunca lo había visto en semejante estado.
Devlin nunca le había parecido un hombre lo que se dice muy feliz, pues por lo visto veía la vida como una batalla que había que ganar en lugar de algo a lo que debía encontrarle un cierto disfrute, y, dado su pasado, no se le podía reprochar nada. Pero Devlin siempre había parecido invencible. Mientras le fueran bien los negocios, mostraba encanto y arrogancia, despreocupación, y reaccionaba tanto a las noticias buenas como a las malas con sardónico humor y la cabeza fría.
Ahora, sin embargo, estaba claro que algo le molestaba, algo que tenía gran importancia para él. Había desaparecido aquel manto invencible, dejando a la vista a un hombre atormentado, incapaz a todas luces de encontrar refugio.
Fretwell no tuvo dificultad en discernir cuándo se había iniciado el problema: en el primer encuentro entre Jack Devlin y la señorita Amanda Briars.
—Jack — le dijo en tono cauteloso—, es obvio que últimamente estás un tanto preocupado. Y supongo que no habrá algo, o alguien, de lo que quieras hablar...
—No.
Devlin se pasó una mano por su cabello negro, despeinándolo, tirando con gesto ausente de los mechones de la frente.
—Bueno, hay una cosa sobre la que me gustaría llamar tu atención. — Fretwell dio una chupada a su cigarro con aire pensativo antes de proseguir—: Parece ser que dos de nuestros autores han empezado un... no estoy muy seguro de cómo llamarlo..., una especie de relación de algún tipo.
—¿De veras? — Devlin arqueó una ceja negra.
—Y como a ti siempre te gusta estar informado acerca de todo asunto personal significativo que concierna a tus autores, creo que deberías estar al tanto de los rumores que corren. Según parece, a la señorita Briars y al señor Charles Hartley se les ha visto juntos con cierta frecuencia en los últimos tiempos. Una vez en el teatro, en varias ocasiones paseando en coche por el parque, y también en diversos actos sociales...
—Ya lo sé — le interrumpió Devlin con gesto adusto.
—Perdóname, pero creía que en cierta ocasión tú y la señorita Briars...
—Te estás convirtiendo en una vieja entrometida, Oscar. Te hace falta buscar una mujer y dejar de preocuparte de los asuntos privados de los demás.
—Ya tengo una mujer — replicó Fretwell con suma dignidad—. Y no deseo entrometerme en tu vida privada, ni siquiera hacer comentarios al respecto, a no ser que empiece a afectar a tu trabajo. Dado que poseo una parte de este negocio, aunque sea pequeña, tengo derecho a estar preocupado. Si tú te dejas hundir poco a poco, saldrán perjudicados todos los empleados de Devlin's. Incluido yo mismo.
Jack frunció el entrecejo y lanzó un suspiro. Después aplastó lo que quedaba de su cigarro contra el plato de cristal.
—Maldita sea, Oscar — dijo con cansancio. Tan sólo su gerente y antiguo amigo se atrevería a presionarlo de aquella manera—. Ya que está claro que no vas a dejarme en paz hasta que te conteste... Sí, reconozco que en cierta ocasión estuve interesado por la señorita Briars.
—Muy interesado, desde luego — murmuró Fretwell.
—Bueno, ahora eso ha terminado.
—¿En serio?
Devlin dejó escapar una risa grave, carente de humor.
—La señorita Briars tiene demasiado sentido común como para desear liarse conmigo. — Se frotó el puente de la nariz y dijo en un tono inflexiones—: Hartley es un buen partido para ella, ¿no crees?
Fretwell se sintió empujado a responder con sinceridad.
—Si yo fuera la señorita Briars, me casaría con Hartley sin dudarlo. Es uno de los tipos más decentes que he conocido nunca.
—Entonces, todo arreglado — dijo Devlin en tono brusco—. Les deseo a los dos lo mejor. Sólo es cuestión de tiempo que se casen.
—Pero...y tú, ¿qué? ¿Vas a quedarte ahí y permitir que la señorita Briars sea para otro hombre?
—No sólo pienso quedarme aquí, sino que estoy dispuesto a acompañarla a la capilla, si ella me lo pide. Su boda con Hartley será lo mejor para todos.
Fretwell sacudió la cabeza, consciente del íntimo temor que empujaba a Devlin a abandonar a una mujer que a todas luces significaba tanto para él. Era un extraño aislamiento, impuesto a sí mismo, que parecían compartir todos los supervivientes de Knatchford Heath. Ninguno de ellos se creía capaz de forjar lazos duraderos con nadie.

INIGUALABLEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora