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Llegó el viernes y, por fin, la campana sonó anunciando el final del día

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Llegó el viernes y, por fin, la campana sonó anunciando el final del día.

La primera semana de clases se me había hecho tan pesada que me sentía como la mayoría de los estudiantes: con unas ganas inmensas de irme a casa, darme una ducha y beber una copa de vino hasta quedarme dormida (aunque dudaba que los niños quisieran hacer esto último).

—¡Tranquilos, chicos! —llamé cuando todos saltaron de sus pupitres al escuchar el sonido de la libertad. Definitivamente cuarto grado era uno de los más exigentes de la primaria—. Recuerden que para la próxima clase deben traer algún objeto que les gustaría dibujar y algún elemento distinto que quieran usar para hacer su obra, ¿de acuerdo?

—¡Sí, Seño Lou!

—¡Que tengan buen fin de semana!

Salieron del aula casi despavoridos mientras yo terminaba de recoger mis cosas, de cerrar los armarios con llave y poner un poco de orden. Me gustaba que ellos mismos acomodaran lo que habían usado, pero aún eran niños y ciertos detalles se les escapaban. Y los maestros no siempre apreciaban encontrarse con cosas fuera de lugar en sus clases a la mañana siguiente.

Dejé escapar un suspiro y sentí el cansancio apoderándose de mí. Desde que había vuelto a ver a Irina los días se habían tornado tortuosos y las noches, prácticamente en un desvelo. Había pasado tanto tiempo...

Siete años y nueve meses para ser exacta.

Casi ocho.

Ocho años llevando una vida apacible, pensando que estaba bien, que ya había aprendido mi lección y que podía seguir adelante. Todo para que, de la noche a la mañana, el karma decidiera que el accidente y los meses de terapia no habían sido suficientes.

Había creído que el pasado estaba cerrado, que había logrado cerrar el capítulo de «Irina» en mi vida sin su presencia. Me equivoqué, pues, en el momento en que la encontré, todo volvió.

La primera vez que la había visto, aquella mañana de septiembre en el restaurante, lo dulce que había sido conmigo a pesar de no conocerme ni saber nada de mí; la forma en que aquellos ojos verde-azulados me observaron y ese cuerpo, por Dios. Había soñado con ese cuerpo tantas veces que cuando lo tuve enfrente por primera vez, creí que estaba alucinando.

Haber conocido a Irina fue caer en mi propia trampa donde yo me convertí en la presa. Mordí el anzuelo tantas veces que pasé por alto todos los riesgos; no anticipé que todos ellos serían los chispazos que, después de un año, ocasionarían un incendio.

Para Irina yo también fui la carnada y, por ende, su perdición.

Mi mano mutilada me lo recordaba continuamente.

Salí del aula y cerré con llave. No quería darle más vueltas, aunque la posibilidad de volver a encontrarla me cargaba de ansiedad. Las probabilidades eran bajas, pero no lo suficiente como para apaciguar mis nervios.

Amalgama © (Disponible en físico)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora