Capítulo 2: La Matanza de Caritino

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15 de septiembre del 2018. 10:20 a.m.
Preparatoria Federal Ignacio Caritino.

   Todos estaban aglomerados en la plaza cívica, algunos estaban asustados, otros bromeaban en una esquina y muchos tantos sólo llamaban por teléfono a sus familiares.
   Yo tomé asiento en una banca alejada en la otra parte de la plaza, a pesar del susto, la mano me seguía doliendo. Observé que no me dejaba de sangrar, y parecía que no era una herida tan ligera como había pensado. Había perdido de vista a la profesora Magdalena, sólo me quedé sentado hasta que Roncha llegó conmigo a una velocidad sorprendente.

   —¿Estás bien, bro? —me preguntó antes de darse cuenta de mi herida— ¡Su puta madre! ¡¿Te cayó algo en la mano?!

   Roncha me revisó la mano hasta que la profesora Magdalena se puso de pie detrás de él. El cuerpo robusto de Roncha fue opacado por la altura y grandes caderas de la profesora.

   —¿Es médico, señor Ortíz? —le preguntó la mujer con una expresión seria que contrastaba con el rostro lascivo y excitado que tenía momentos antes.

   —No... —contestó Roncha.

   —Entonces, hágase a un lado —le ordenó y Roncha giró a la derecha.

   La profesora Magdalena se acercó a mí con un pequeño botiquín de primeros auxilios. Sacó un rollo de vendaje, una botella de alcohol y un pequeño trozo de algodón.

   —¿Puede ir a buscar un pequeño broche para el vendaje de Lara, señor Ortíz? —le preguntó la profesora Magdalena con indiferencia.

   Roncha se rascó la nariz y se fue caminando a la enfermería que estaba a pocos metros.
   La profesora Magdalena se puso de rodillas frente a mí y comenzó a ponerme alcohol etílico en la herida. Ahogué el pequeño gruñido de dolor que me causó y luego me tomó mejor de la mano para frotar el algodón con suavidad.

   —Vas a decir que el proyector te cayó en la mano de forma violenta —me comentó sin mirarme a los ojos—. Y si preguntan por los golpes en la cara, sólo diré que te intenté agarrar para salir y ambos caíamos al suelo. ¿Estamos de acuerdo, señor Lara?

   Asentí mientras ella rodeaba los vendajes alrededor de mi mano lastimada, no pude más que bajar la vista con tristeza, sabiendo que ni ese temblor había calmado las ansias de esa mujer para estar conmigo. Lo podía sentir en la manera tan suave y delicada con que en tocaba la mano. Deseosa. Excitada.

   —Supongo que tendremos que darle una pequeña prórroga a nuestra charla —me dijo la mujer con una sonrisa discreta—. Hoy en la noche voy a pasar por ti, pequeño.

   Roncha se acercó y la mujer cambió su expresión para recibir el broche y terminar mi vendaje. La profesora Magdalena tomó el pequeño botiquín y sólo me dijo que no moviera la mano con agresividad. Su móvil sonó y ella tomó la llamada, pero me dirigió una mirada fría antes de irse.
   Mi compañero se acercó a mí al verme con la mirada baja y una expresión afligida.

   —¿Te asustaste? —me preguntó Roncha con una voz más seria y calmada.

   —Un poco... —contesté melancólico— Jamás había sentido un temblor así...

   —Nadie, wey... —me dijo— Escuché al director decir que en todos sus años en Ciudad Cocos jamás había temblado así.

   Asentí mientras veía de reojo un Jeep estacionando en la entrada de la escuela, justo delante del portón. Me puse de pie para acercarme y notar que ese chico estaba a lado el vehículo con un rostro tranquilo. Un par de gafas oscuras cubrían su blanca y rojiza piel, su cabello rubio estaba peinado hacia atrás y su pecho en forma lucía más brillante con esa playera rojiza sin mangas.
   Erwin Zaragoza, o mejor conocido como "El Rubio" en la escuela, pertenecía al club de teatro de la preparatoria. Aunque nunca recordaba el nombre del club, sabía que tenía personas muy buenas, aunque algo excéntricas.
   Le dí un pequeño golpe a Roncha para que me siguiera y fui directo al Rubio.

El Día de los CondonadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora