Capítulo 3: El día que llovió sangre en Ciudad Cocos

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15 de Septiembre del 2018. 11:28 a.m.
Zona cercana al centro, Ciudad de Cocos.

   Su voz era muy dulce. Muy aguda. Tal vez un poco asustada. Pero irreal. ¿Lo era?
   Desperté de golpe después de ver el rostro asustado de Ximena encima mío. Mi cabeza sentía un dolor indescriptible. Me puse de pie antes de tambalearme. Ximena estaba al borde del llanto, su labio inferior tenía un pequeño sangrado y los moretones en su piel se veían como manchas en un cuadro artístico. Su uniforme estaba manchado con sangre de manera muy superficial y apenas visible, pero era yo quién parecía la boca de algún lobo; mis manos estaban llenas de sangre y mugre, mi uniforme se encontraba en una tonalidad rojo carmesí que resaltaba mucho, pero el colmo era mi rostro manchado en sangre, sólo era mi mejilla derecha, pero era demasiado visible.

   —Roncha... —sólo eso pude susurrar antes de caer sentado en el pie de las escaleras.

   Lloré. Lloré como no lo había hecho desde hace tantos años, desde que era un infante. Lloré porque me dolía mi cuerpo, porque me dolía recordar. La escena se repetía una y otra, y otra, y otra vez dentro de mi cabeza; el rostro que poco a poco perdía su vida, el rostro de mi mejor amigo frente a mí, sin entender qué pasaba, sin entender que yo era la último que estaba por ver en este mundo. Lloré porque tenía mucho miedo, porque estaba cansado, porque la sangre que tenía encima no era mía. Porque casi muero. Lloré. Y lo hice muy fuerte.
   Sentía que mi garganta se estaba rompiendo, que mis cuerdas vocales se desgarraban como si alguien me la estuviera arrancando, mi pecho se hizo más apretado y mi boca no dejaba de temblar. Ximena detrás mío intentaba calmarme, pero le era imposible, porque ella también estaba al borde hacer lo mismo.
   Sin embargo, varios disparos en el aire nos hizo a ambos saltar del susto. Mi llanto fue interrumpido por el sonido de los gritos y las balas que venían acompañadas por una reciente llovizna que no tardaría en volverse un gran diluvio en la Ciudad de Cocos.
   Entonces la recordé. Busqué por todos lados mi teléfono, pero no lo tenía. Lo más probable era que se me había caído en algún momento de nuestra huida. Tomé de los hombros, casi lastimando, a Ximena para pedirle su teléfono, pero me dijo que no tenía batería. La solté y la llovizna se estaba volviendo más fuerte.

   —¿En dónde vives? —pregunté aún con la garganta rota.

   —Vivo hasta el sur de la ciudad —me contestó con una expresión nerviosa—. Debo tomar dos camiones para llegar...

   —Puta madre... —susurré y la tomé de la mano con fuerza— Vamos a mi casa, está en el centro, pero debemos ir corriendo...

   Bajamos a toda velocidad hasta que me pude localizar, fuimos cuesta abajo hasta llegar a la calle que daba bajada a la principal.
   Ver la horrible escena frente a nuestros ojos nos hizo detenernos de golpe; varias personas muertas estaban sobre el suelo, la lluvia movía los charcos de sangre, algunos vehículos estaban estrellados y otros detenidos. Muchas personas corrían o se movían para buscar gente viva o evacuar a sus familias. Un señor mayor se asustó al vernos y se acercó para tomarme del rostro con fuerza.

   —¡¿Estás bien, hijo?! —me preguntó asustado mirándome— ¡¿Qué te pasó?!

   —No... —titubeé— No es mía. ¿Qué pasó aquí?

   —Una camioneta llena de pinches vándalos bajó desde la Caritino y  balaceó toda la colonia, niño —me dijo una mujer mayor cerca de Ximena—. ¡Mataron a todos los que iban bajando! ¡Hasta niños chiquitos!

   La mujer rompió en llanto. Ximena me observó totalmente asustada.

   —¡¿Y ustedes?! —me gritó el hombre— ¡Vienen de la Caritino?! ¡¿Qué pasó?!

El Día de los CondonadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora