Evanston, Illinois
Sacudo los brazos para activar la circulación, muevo la cabeza adelante y atrás hasta que oigo un ligero chasquido, inspiro profundamente el aire de primera hora de la mañana, tan gélido que me arden los pulmones. Aun así, doy gracias para mis adentros porque hace menos frío que la semana pasada. Ajusto el cinturón de neopreno en el que llevo el discman y subo el volumen hasta que Green Day retumba en mis oídos. Entonces me pongo en marcha.
Atravieso mi barrio, torciendo las esquinas habituales, y llego a la pista para correr que bordea la superficie vítrea del lago Michigan. Cuando doblo la última curva y alcanzo a ver con claridad el recorrido del camino hasta la pista de la Universidad Northwestern, diviso al hombre del chaleco verde.
Corremos el uno hacia el otro, con nuestras colas de caballo —la suya cana, la mía rebelde— oscilando de un lado a otro, alzamos la mano y la agitamos ligeramente a modo de saludo.
—Buenos días —digo cuando nos cruzamos.
El sol se eleva lentamente sobre el lago cuando giro hacia el campo de fútbol, y en el momento en que mis pies entran en contacto con la superficie esponjosa de la pista, un arranque de energía me impulsa a apretar el paso. Cuando voy por la mitad del circuito, el reproductor de CD elige un tema al azar, y la nueva canción me transporta a la cafetería de la noche anterior. El grupo era impresionante, y en cuanto tocaron las primeras notas, el lugar se vino abajo y todos nos pusimos a saltar y a mover la cabeza al ritmo de la música, mientras la barrera que nos separaba a los estudiantes de bachillerato de los universitarios desaparecía por completo. Echo un vistazo rápido alrededor para asegurarme de que estoy sola. No veo más que una hilera tras otra de gradas de metal cubiertas de nieve que se ha acumulado durante todo el invierno y que nadie se ha molestado en limpiar, así que canto el estribillo a grito pelado.
Tomo las curvas a toda velocidad, con el pulso latiéndome en las piernas, el corazón acelerado, los brazos moviéndose adelante y atrás con fuerza. Inspirando arte ártico. Exhalando vapor. Disfrutando mis treinta minutos de soledad, sin más compañía que el ejercicio, la música y mis pensamientos.
Treinta minutos en que estoy totalmente sola.
De pronto, me percato de que no lo estoy. Veo a alguien en las gradas, hundido hasta las caderas en la masa blanda y helada de la tercera fila, un sitio claramente visible. Está ahí sentado, sin más, con la barbilla apoyada en las manos, una parka negra y una leve sonrisa, observándome.
Lo miro con disimulo, pero sigo corriendo, fingiendo que no me molesta su presencia en mi santuario. Parece un estudiante de Northwestern, tal vez de primer año, con el cabello negro y enmarañado y facciones suaves. No tiene un aspecto amenazador, y aunque fuera peligroso, seguro que corro más deprisa que él.
¿Y si no fuera así?
Cuando salgo de la curva, le dirijo una inclinación de cabeza y una mirada que seguramente denota una mezcla extraña de miedo y tenacidad, como si estuviera retándolo a hacer algo y a la vez me aterrara la posibilidad de que lo hiciera.
Mientras paso corriendo por delante, con la vista clavada en él, veo que su expresión cambia. Su sonrisa se esfuma, y ahora parece triste y abatido, como si yo hubiera usado mis conocimientos de defensa personal para propinarle un puñetazo en la barriga.
Pero cuando la curvatura de la pista me lleva de nuevo hacia allí, alzo los ojos directamente hacia él. Me dedica una sonrisa más vacilante, pero cálida, como si me conociera; auténtica, como si fuera alguien a quien valiese la pena conocer. Sin poder evitarlo, le sonrío también.
Sigo sonriendo cuando tomo la siguiente curva y, sin siquiera pensarlo, me vuelvo hacia atrás mientras corro para verlo de nuevo.
Ya no está.
Giro sobre los talones, buscándolo con la mirada, y arranco a correr hacia las gradas. Al pie de la escalera vacilo por un segundo, preguntándome si él estaba allí de verdad, pero me armo de valor y subo con dificultad.
Ya no está, pero ha estado allí. Ha dejado una prueba de ello: la nieve está más apretada en el lugar en el que estaba sentado, y en la grada de abajo, dos depresiones muestran dónde ha posado los pies.
En ese instante, me doy cuenta de otra cosa.
Mis huellas resultan visibles en el polvo que me rodea, pero allí donde deberían estar las suyas — tanto acercándose como alejándose del banco— no veo más que una capa de nieve intacta.
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Time Between Us.
ФанфикA mundos de distancia, ellos dos no tenían por qué conocerse. Pero un incidente conduce a Kellin a la vida de Anna y ambos se embarcan en un viaje lleno de romance y aventuras, conscientes de que lo que hacen podría acabar en un par de corazones rot...