MARZO DE 1995

57 9 0
                                    

Evanston, Illinois

Sacudo  los brazos para activar la circulación, muevo  la  cabeza  adelante y  atrás hasta que oigo un ligero chasquido,  inspiro profundamente el aire de primera hora de  la mañana, tan gélido que me arden los  pulmones. Aun  así, doy  gracias  para mis  adentros  porque  hace menos  frío  que  la  semana  pasada. Ajusto  el  cinturón  de  neopreno  en  el  que  llevo  el  discman  y  subo  el  volumen  hasta  que  Green  Day retumba en mis oídos. Entonces me pongo en marcha.

Atravieso mi barrio, torciendo  las esquinas habituales, y  llego a  la pista para correr que bordea  la superficie  vítrea  del  lago Michigan.  Cuando  doblo  la  última  curva  y  alcanzo  a  ver  con  claridad  el recorrido del camino hasta la pista de la Universidad Northwestern, diviso al hombre del chaleco verde.

Corremos el uno hacia el otro, con nuestras colas de caballo —la suya cana, la mía rebelde— oscilando de un lado a otro, alzamos la mano y la agitamos ligeramente a modo de saludo.

—Buenos días —digo cuando nos cruzamos.

El sol se eleva lentamente sobre el lago cuando giro hacia el campo de fútbol, y en el momento en que mis pies entran en contacto con la superficie esponjosa de la pista, un arranque de energía me impulsa a apretar el paso. Cuando voy por  la mitad del circuito, el reproductor de CD elige un  tema al azar, y  la nueva canción me transporta a la cafetería de la noche anterior. El grupo era impresionante, y en cuanto tocaron  las primeras notas, el  lugar se vino abajo y  todos nos pusimos a saltar y a mover  la cabeza al ritmo  de  la  música,  mientras  la  barrera  que  nos  separaba  a  los  estudiantes  de  bachillerato  de  los universitarios desaparecía por completo. Echo un vistazo rápido alrededor para asegurarme de que estoy sola. No veo más que una hilera  tras otra de gradas de metal  cubiertas de nieve que  se ha  acumulado durante todo el invierno y que nadie se ha molestado en limpiar, así que canto el estribillo a grito pelado.

Tomo las curvas a toda velocidad, con el pulso latiéndome en las piernas, el corazón acelerado, los brazos moviéndose adelante y atrás con fuerza. Inspirando arte ártico. Exhalando vapor. Disfrutando mis treinta minutos  de  soledad,  sin más  compañía  que  el  ejercicio,  la música  y mis  pensamientos.

Treinta minutos en que estoy totalmente sola.

De pronto, me percato de que no lo estoy. Veo a alguien en las gradas, hundido hasta las caderas en la masa  blanda  y  helada  de  la  tercera  fila,  un  sitio  claramente  visible. Está  ahí  sentado,  sin más,  con  la barbilla apoyada en las manos, una parka negra y una leve sonrisa, observándome.

Lo miro con disimulo, pero sigo corriendo, fingiendo que no me molesta su presencia en mi santuario. Parece  un  estudiante  de  Northwestern,  tal  vez  de  primer  año,  con  el  cabello  negro  y  enmarañado  y facciones  suaves.  No  tiene  un  aspecto  amenazador,  y  aunque  fuera  peligroso,  seguro  que  corro  más deprisa que él.

¿Y si no fuera así?

Cuando salgo de  la curva,  le dirijo una  inclinación de cabeza y una mirada que seguramente denota una mezcla extraña de miedo y tenacidad, como si estuviera retándolo a hacer algo y a la vez me aterrara la posibilidad de que lo hiciera.

 Mientras paso corriendo por delante, con la vista clavada en él, veo que su expresión cambia. Su sonrisa se esfuma, y ahora parece triste y abatido, como si yo hubiera usado mis conocimientos de defensa personal para propinarle un puñetazo en la barriga.

Pero cuando la curvatura de la pista me lleva de nuevo hacia allí, alzo los ojos directamente hacia él. Me dedica una sonrisa más vacilante, pero cálida, como si me conociera; auténtica, como si fuera alguien a quien valiese la pena conocer. Sin poder evitarlo, le sonrío también.

Sigo  sonriendo  cuando  tomo  la  siguiente  curva  y,  sin  siquiera  pensarlo,  me  vuelvo  hacia  atrás mientras corro para verlo de nuevo.

Ya no está.

Giro sobre  los  talones, buscándolo con  la mirada, y arranco a correr hacia  las gradas. Al pie de  la escalera vacilo por un segundo, preguntándome si él estaba allí de verdad, pero me armo de valor y subo con dificultad.

Ya no está, pero ha estado allí. Ha dejado una prueba de ello: la nieve está más apretada en el lugar en el que estaba sentado, y en la grada de abajo, dos depresiones muestran dónde ha posado los pies.

En ese instante, me doy cuenta de otra cosa.

Mis huellas resultan visibles en el polvo que me rodea, pero allí donde deberían estar  las suyas — tanto acercándose como alejándose del banco— no veo más que una capa de nieve intacta.

Time Between Us.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora