Capitulo 2:

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Entro  corriendo en casa y subo los escalones de dos en dos. Abro el grifo de la ducha, me quito la ropa empapada en sudor y me bebo un vaso de agua de pie, desnuda, mientras el vapor inunda el baño.

Mi reflejo en el espejo del botiquín se difumina tras la densa neblina, y cuando mi imagen desaparece del todo,  deslizo  la  palma  sobre  el  vidrio,  dejando  una  franja  limpia  y  cubierta  de  gotas  en  la  superficie empañada. Contemplo mi rostro de nuevo. No parezco una loca.

Me ducho sin dejar de preguntarme si él era real, con quién puedo hablar de ello, y cómo encarrilar la conversación para no quedar como una demente. Mientras me visto para ir al colegio, su rostro sigue metiéndose en mis pensamientos, pero me esfuerzo por expulsarlo de mi mente y convencerme de que me lo he imaginado. Aun así, me hago el propósito de evitar la pista durante el resto de la semana. Sé lo que he visto.

Sacudo la cabeza para olvidarme de ello mientras me calzo las botas y me echo una última ojeada en el espejo de cuerpo entero. Deslizo los dedos por mis rizos, los ahueco con las manos y sacudo la cabeza de nuevo. Es inútil.

Me echo la mochila al hombro y me obligo a seguir el ritual de todas las mañanas. Me planto delante del mapa que adorna la pared más grande de mi habitación; cierro los ojos, lo toco y los abro otra vez.

El Callao, Perú.

 Bien. Tenía la esperanza de que saliera un lugar cálido.

Mi padre, que conoce mis sueños de viajar, se pasó una hora en el garaje en secreto, encolando el gran mapa de papel a una plancha de cartón pluma. «Puedes marcar los lugares a los que vayas», me dijo, entregándome una cajita llena de alfileres rojos. Me quedé mirando aquella lámina colorida de papel con sus  curvas  de  nivel,  que  indicaban  las  cordilleras,  y  sus  tonos  distintos  de  azul,  que  indicaban  las diferentes profundidades del océano, y vi un mapa del mundo, pero supe que no era mío.

Mi mundo era mucho, mucho más pequeño.

Cuando mi padre  salió de  la habitación, clavé  los pequeños alfileres  rojos en el papel, uno a uno.

Como había visitado la capital del estado con mi clase el año anterior, coloqué uno en Springfield. Una vez fuimos de acampada a Boundary Waters, así que coloqué otro en el noreste de Minnesota. Pasamos un Cuatro de Julio en Grand Rapids, Michigan. Mi tía vive en el norte de Indiana, y la visitamos allí dos veces al año.

Eso era todo.

Cuatro alfileres.

Aunque al principio no veía otra cosa que aquella patética e insignificante concentración de rojo en torno al estado de Illinois, ahora veo el mapa tal y como papá quería que lo viera; como si me invitara a examinar cada centímetro cuadrado con mis propios ojos, retándome a expandir mi pequeño mundo poco a poco, alfiler a alfiler.

Miro el mapa por última vez antes de bajar la escalera, atraída por el delicioso aroma que proviene de la cocina. Incluso antes de llegar abajo, sé que papá está de pie frente a la cafetera, preparando dos cafés: uno solo, para él, y uno con leche, para mí. Agarro la taza que me ofrece con el brazo extendido.

—Buenos días. ¿Mamá se ha ido ya?

—Ha salido antes que tú. Le tocaba el turno de madrugada. —Me mira mientras tomo un sorbo y echa un  vistazo  rápido  por  la  ventana  de  la  cocina—.  ¿Por  dónde  has  corrido  hoy? Sigue  estando  bastante oscuro ahí fuera. —Suena preocupado.

—Por el campus. Como siempre. —Ni en broma pienso hablarle del tipo que estaba en la pista—. Y además hace un frío que pela. El primer kilómetro ha sido muy duro. —Me sirvo hojuelas de salvado con pasas  en  un  cuenco  y me  dejo  caer  en  un  taburete,  delante  de  la  encimera—.  Si me  acompañas,  yo encantada, ¿sabes? —digo con una sonrisa. Sé lo que ocurrirá a continuación.

Time Between Us.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora