INTRODUCCIÓN

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CHRIS STEIN

No sé si le he contado nunca esta historia a Debbie... o a alguien, en realidad. En 1969, después de haber estado viajando de un lado a otro, atravesando el país en coche dos veces, vivía con mi madre en su apartamento de Brooklyn. Fue un año convulso para mí. Los alucinógenos -y mi reacción tardía a la muerte de mi padre- provocaron diversas crisis y disociaciones en mi ya quebrada psique.

En mitad de mis estados más agudos tenía un sueño recurrente. El apartamento de mi madre estaba en Ocean Avenue, un bulevar urbano muy largo. En el sueño, en una escena que recordaba a El graduado, perseguía el autobús de Ocean Avenue mientras se alejaba de nuestro viejo y gran edificio. Lo perseguía, pero a la vez estaba ya dentro. De pie en el autobús había una chica rubia que me decía: «Te veo en la ciudad». El autobús se alejaba y me quedaba solo en la calle…

Hacia 1977, Debbie y yo viajábamos mucho con Blondie. Nuestra parada más exótica fue, con mucho, Bangkok, la capital de Tailandia. Por aquel entonces, la ciudad no estaba cubierta de cemento y metal y era bastante bucólica, con parques por todas partes e incluso carreteras de tierra junto a un hotel de lujo. Todo olía a jazmín y a decadencia.

Debbie sufrió una especie de diarrea del viajero y tuvo que quedarse una noche en el hotel mientras los chicos de la banda y yo íbamos a casa de algún expatriado británico que habíamos conocido en algún bar. Su anciana sirvienta tailandesa nos preparó un pastel de plátano en el que había picado cincuenta bastoncillos tailandeses (lo equivalente de los años setenta al moderno y extrafuerte kush u otros tipos de marihuana intensa). Además, acabábamos de regresar de pasar un periodo largo en Australia, donde la hierba estaba prohibida y se perseguía de forma estricta en aquel momento.

Todos estábamos muy colocados, pero, sin embargo, nos guiamos los unos a los otros hasta el hotel.

Nuestra habitación también era muy exótica, con elementos decorativos de mimbre y dos catres separados equipados con duras almohadas cilíndricas. Debbie había caído en un estado irregular de somnolencia y yo, finalmente, me había arrastrado a una oscuridad neblinosa. En algún momento cercano a la mañana, mi yo onírico inconsciente se hizo más evidente e inició un diálogo interno. «¿Dónde estamos?», preguntó la voz interior, tras lo cual Debbie, todavía medio dormida en su catre, dijo en voz alta: «Estamos en la cama, ¿verdad?». Me puse en pie, completamente despierto de repente.

¿Realmente hablé y provoqué la respuesta de Debbie a pesar de que los dos estábamos semidormidos? Hasta el día de hoy, todos estos años después, estoy convencido de que solo pensé la pregunta.

Hay otra historia que es incluso más sutil y extraña y difícil de expresar… Colocarse era simplemente una parte más de la música y la cultura de banda. No nos parecía nada extraordinario. Todo el mundo en todos los clubes se emborrachaba o consumía drogas, casi sin excepción. Desperdicié una cantidad tremenda de tiempo y de energía lidiando con el abuso de sustancias y la automedicación. Es imposible para mí discernir si lo que me gustaría ver como sucesos paranormales eran solo delirios inducidos por las drogas. Quizá sea como cualquier fe religiosa: crees en aquello en lo que deseas creer. Ciertamente, la conciencia se extiende más allá de uno mismo, de nuestro cuerpo.

Sea como sea, Debbie y yo nos encontrábamos de nuevo en un estado de intoxicación avanzada en una fiesta muy extravagante en la parte baja de la ciudad. Los pequeños sucesos y visiones se definían con una agudeza extraordinaria. Recuerdo una escalera en espiral y sofisticadas lámparas de araña. Un tipo nos enseñó su reloj Cartier de Salvador Dalí y esa breve visión se ha quedado conmigo para siempre. Era un objeto alucinante, un diseño estándar de Cartier en forma de lágrima, pero con una curva que imitaba los relojes derritiéndose de La persistencia de la memoria. El cristal estaba roto y el propietario se quejaba por tener que gastarse miles de dólares en cambiarlo. Sin embargo, para mí el cristal roto era un perfecto apunte dadaísta al original. Me encantó.

El evento —lo que quiera que fuese— estaba abarrotado. Recuerdo que nos encontrábamos en un palco y se nos acercó un hombre mayor vestido con un traje muy elegante. Tenía algo de acento, tal vez criollo. Se presentó como Tiger. Y eso sería todo para mi limitada memoria si no fuese por la extraordinaria sensación de conexión que Debbie y yo sentimos con ese hombre. Era como si lo conociésemos desde siempre; una persona que hubiésemos conocido en una vida pasada. ¿Que si creo en estas cosas? Tal vez. No recuerdo cuánto hablamos Debbie y yo de este encuentro después, pero fue suficiente para comparar apuntes y reacciones similares.

Bastante tiempo antes, quizá en 1975, Debbie encontró a Ethel Myers, que era una vidente, una médium. Puede que fuese una recomendación de alguien, pero también puede que, simplemente, la localizásemos por un anuncio en Village Voice o Soho News. Trabajaba en el exterior de un apartamento impresionante en una planta baja situado en una calle secundaria en la parte alta de la ciudad, muy cerca del Beacon Theatre. El entorno que había creado Ethel era muy bonito. Probablemente tenía el mismo aspecto que cuando fue construido, cerca del cambio de siglo. La zona de estar era un patio interior que parecía un invernadero ocupado por muebles. Había plantas decorativas y hierbas aromáticas colgando por todas partes. Libros envejecidos que trataban sobre asuntos como el ectoplasma y el tarot descansaban en mesas cubiertas de polvo. Todo el lugar estaba muy desgastado y me recordó al apartamento de La semilla del diablo cuando Mia Farrow y Cassavetes aparecen en él por primera vez.

Nos sentamos con Ethel y nos animó a que usásemos una grabadora que habíamos llevado para registrar la sesión. No tenía ni idea de quiénes éramos, pero procedió a hacer una lectura en frío. Le dijo a Debbie que la veía sobre un escenario y que estaría satisfecha con su vida y que viajaría mucho. También dijo que un hombre, supuestamente mi padre, me observaba y decía de mí con sarcasmo: «No lo tocaría ni con una vara de tres metros». Gran parte de mi sentido del humor procede de mi padre y la parte de la «vara de tres metros» era algo que realmente decía muchas veces. ¿Ethel simplemente conocía la jerga de los cincuenta que empleaba mi padre o había algo más?

Debbie todavía conserva la cinta en sus archivos, pero yo nos recuerdo escuchándola años después y la voz de Ethel me parecía muy vaga, como si de algún modo se hubiese ido debilitando, como un fantasma deteriorándose con el tiempo.

Justo acabo de llamar a Debbie para preguntarle qué recuerda sobre esto, si es que recuerda algo. Me ha dicho: «Mira, Chris, todo era distinto en aquella época, había mucho más ácido en el ambiente». Seguimos teniendo esa conexión.

CHRIS STEIN
Nueva York, junio de 2018

CHRIS STEINNueva York, junio de 2018

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De Cara | Debbie Harry Donde viven las historias. Descúbrelo ahora