2. PRETTY BABY, YOU LOOK SO HEAVENLY (pt. 1)

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En una de mis visitas al pediatra, cuando era un bebé, el doctor se me quedó mirando mucho rato. Luego se volvió, con su bata blanca, sonrió a mis padres y dijo: «Tened cuidado con esta, tiene una mirada arrolladora».

Los amigos de mi madre intentaban convencerla para que enviase una foto mía a Gerber, la empresa de comida para bebés, porque tenía todos los números, con mi «mirada arrolladora», para ser elegida bebé Gerber. Mi madre decía que no, que no iba a explotar a su pequeña. Quería protegerme, supongo. Pero incluso siendo una niña pequeña siempre he despertado el interés sexual.

Hago un salto hasta 1978, cuando se estrenó La pequeña, de Louis Malle. Después de ver la película escribí «Pretty Baby» para el álbum Parallel Lines de Blondie. La estrella de Malle era Brooke Shields, que entonces tenía doce años, e interpretaba a una niña que vivía en un prostíbulo. Había muchas escenas de desnudos. El filme generó una tormenta de controversia alrededor de la pornografía infantil en aquel momento. Conocí a Brooke aquel mismo año. Había estado frente a las cámaras desde que tenía once meses, cuando su madre la llevó a un anuncio para Ivory Soap. A los diez años, con el consentimiento materno, posó desnuda y cubierta de aceite en una bañera para la publicación Sugar and Spice, de Playboy Press.

Una vez, cuando tenía unos ocho años, me quedé a cargo de Nancy, una niña de cuatro o cinco a la que mi madre estaba cuidando aquella tarde y que era la hija de su amiga Lucille. Yo iba a llevar a Nancy a la piscina municipal, que estaba a unas dos manzanas de mi casa, y allí nos encontraríamos con mi madre. Llevé a Nancy por la carretera que bordeaba el límite del pueblo, cogiendo su pequeña mano por seguridad. Hacía mucho calor, el sol brillante e intenso rebotando en la acera y luego en nosotras. Doblamos una esquina y estábamos a punto de pasar por delante de un coche aparcado, con la ventanilla del acompañante completamente bajada. Desde dentro del coche, alguien dijo: «Eh, pequeña, ¿sabes dónde está tal sitio?». Una mirada desagradable, un hombre mayor anodino, de pelo débil y descolorido... Tenía un mapa en el regazo, o tal vez era un periódico. Hacía todo tipo de preguntas sobre cómo llegar a determinados lugares y una de sus manos se movía por debajo del papel. De repente, el papel se deslizó y apareció su pene. Había estado jugando con él. Me sentí como una mosca en el borde de una tela de araña. Una ola de pánico invadió todo mi cuerpo...

Me asusté mucho y salí volando hacia la piscina, arrastrando a Nancy, que intentaba seguir mi ritmo con sus pies diminutos. Fui corriendo hacia mi profesora, la señorita Fahey, que estaba en la entrada asegurándose de que todo el mundo tenía el pase de la piscina. Yo estaba muy alterada, pero no me atreví a contarle que un asqueroso me había enseñado el pene. Le dije: «Señorita Fahey, por favor, cuide de Nancy, tengo que ir a casa», y salí corriendo. Mi madre se puso fuera de sí. Llamó a la policía.

Vinieron echando leches a casa y mi madre y yo nos sentamos en la parte de atrás de un coche patrulla y fuimos por todo el pueblo intentando localizar al pervertido. Yo era muy bajita, no veía nada desde el asiento de atrás. Simplemente me senté allí mientras dábamos vueltas por todas partes, observando por encima del asiento lo mejor que podía, con el corazón palpitándome muy fuerte.

Esta experiencia me hizo abrir los ojos. Mi primer exhibicionista, aunque mi madre dijo que hubo otros. Una vez nos acechó un hombre vestido solo con una gabardina en el zoo de Central Park y no paraba de abrirla y cerrarla delante de nosotras. Con el tiempo, este tipo de incidentes, por su frecuencia, empezaron a parecerme casi normales.

Hasta donde me alcanza la memoria siempre tuve novios. El primer beso me lo dio Billy Hart. ¡Es tan tierno iniciarte con un chico con ese nombre! Estaba aturdida, alarmada, enfadada y, a la vez, satisfecha, entusiasmada y liberada. Quizá no me di cuenta de todo esto en el momento y seguramente no podría haberlo expresado con palabras; sea como sea, me sentía confundida y estaba sumida en un conflicto interno. Me fui corriendo a casa para contarle a mi madre lo que había pasado. Ella me sonrió misteriosamente y me dijo que era porque yo le gustaba. Bien, hasta ese momento a mí también me gustaba Billy, pero a partir de entonces me avergoncé y me volví muy tímida cuando estaba con él. Éramos muy jóvenes; quizá teníamos cinco o seis años.

Y después vino Blair. Blair vivía un poco más arriba, en nuestra misma calle, y nuestras madres eran amigas, de modo que jugábamos juntos a veces. Una vez subimos a mi habitación y terminamos sentándonos en el suelo con las piernas cruzadas, al estilo indio, uno delante del otro y mirándonos largamente nuestras «cosas». Eso también fue inocente. Yo tenía unos siete años y él quizá tenía ocho y sentíamos curiosidad. Siempre he sido muy curiosa. Bueno, parece que Blair y yo estuvimos demasiado tiempo en silencio, porque nuestras madres entraron y nos pillaron. Estaban más avergonzadas que enfadadas, al ser amigas desde hacía tanto tiempo, pero nunca volvieron a alentarnos para que jugásemos juntos.

Mis padres tenían los valores de la familia tradicional. Estuvieron casados sesenta años, sobreviviendo a todos los altibajos, y llevaban la casa con mano dura. Íbamos a la iglesia episcopal todos los domingos y mi familia estaba muy implicada en todas las actividades de la iglesia y en su vida social, lo cual debe de explicar por qué yo estaba en el grupo de chicas scouts y, en definitiva, por qué formaba parte del coro de la iglesia. Afortunadamente, me encantaba cantar, tanto que gané una cruz de plata cuando tenía ocho años por «asistencia impecable».

Creo que hasta que no te acercas a la adolescencia no empiezas a tener dudas y preguntas sobre la religión. Debía de tener doce años cuando dejamos de ir a la iglesia. Mi padre tuvo una discusión muy grande con el rector o el pastor. De todos modos, en aquel momento yo ya estaba en el instituto y seguramente estaba demasiado ocupada como para ir a ensayar al coro.

No me gustó nada todo el proceso de llegar a una nueva escuela. No fue por el colegio en sí. Solo era una pequeña escuela local, con quince o veinte niños por clase, y no me importaba estudiar; había aprendido el alfabeto antes del jardín de infancia. En primer lugar, por alguna razón, me ponía increíblemente nerviosa la posibilidad de llegar tarde.

Quizá necesitaba aprobación constantemente. Sin embargo, mi mayor problema era la separación; estar separada de mis padres. El abandono. Fue traumático. Yo era un manojo de nervios: mis piernas se convertían en gelatina y tenía que esforzarme para poder subir las escaleras. Supongo que en algún lugar de mi subconsciente se proyectaba una escena en bucle en la que uno de mis padres me dejaba en algún lugar para no volver nunca. Esa sensación realmente nunca se ha ido. Hoy en día, cuando la banda se separa en el aeropuerto y cada uno va en una dirección distinta, sigo teniendo ese presentimiento. Separación. Odio separarme de la gente y odio las despedidas.

Las cosas estaban cambiando en casa. Mi hermana pequeña llegó cuando yo tenía seis años y medio. Martha no era adoptada; mi madre dio a luz después de un embarazo muy duro. Unos cinco años antes de adoptarme mi madre había tenido otra niña, Carolyn, creo que prematura, que murió de neumonía. También tuvo un aborto de un niño. Después dieron con un medicamento que la ayudó a llegar a término. Martha fue prematura, pero sobrevivió. Mi padre dijo que su cabeza era más pequeña que la palma de su mano.

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De Cara | Debbie Harry Donde viven las historias. Descúbrelo ahora