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Escuché la voz de mi madre desde la habitación, y sus tacones golpeando el suelo de baldosas

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Escuché la voz de mi madre desde la habitación, y sus tacones golpeando el suelo de baldosas. Me levanté medio adormilado, abrazándome a mí mismo cuando el frío volvió a acariciarme las partes del cuerpo que el pijama no cubría. Cuando salí de la habitación, la encontré con el abrigo puesto, y a la abuela sentada en el sillón de un cuerpo, intentando enroscarse una bufanda en el cuello.

—¿A dónde van? —pregunté curioso, acercándome a la abuela para ayudarla a colocarse la prenda.

—Tu nona empeoró ayer, así que la voy a llevar al médico a ver qué le dicen.

A juzgar por la expresión de molestia de la abuela, no estaba de acuerdo con el plan de mamá.

Me senté en el posa brazo del sillón, acariciándole la espalda.

—Le dije que estoy bien, solo tengo un poco de tos, pero es por la gripe —me explicó ella con la voz ronca, apretando el pañuelo de tela que llevaba en la mano contra su boca cuando un nuevo ataque de tos seca la dejó sin aliento.

—Bueno, pero si estás bien los médicos no te van a tener mucho rato, ¿verdad? Es mejor quedarnos tranquilos y que te revisen, nona.

—Anoche no paraste de toser, mama —intervino mi madre—, y además hiciste fiebre. Solo vamos para que te den medicación por si te vuelve a subir la fiebre, y algún jarabe para la tos, para que pases mejor la noche.

La abuela soltó un bufido e hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No te enojes, nona, mamá tiene razón. Mira, vas con ella al médico, y cuando regreses, yo te voy a estar esperando con un almuerzo delicioso, ¿te parece?

Al final terminé por arrancarle una sonrisa.

—Te llevo las agujas de tejer para que no te aburras mientras esperamos —acabó por decir mi madre.

La abuela tenía una rutina de vida que comenzaba a las cinco de la mañana y acababa a las siete de la tarde. Detestaba cualquier situación que rompiera sus hábitos, más si el motivo estaba relacionado con su salud, porque a ella nunca le gustó admitir que ya estaba mayor y que no podía cuidarse sola.

Partieron a eso de las nueve y treinta y cinco de la mañana. Cuando estuve solo, aproveché para abrir la casa y limpiar lo que no habíamos podido la tarde anterior. Me detuve en un mueble de fórmica lleno de adornos de porcelana, portaretratos de mamá cuando era pequeña, de mí, y de mi difunto abuelo. La superficie, así como los adornos, estaban cubiertos por una capa gruesa de polvo, así que me propuse limpiar cada objeto, uno por uno.

Cuando estaba colocando las fotos en su lugar, se me desarmó el viejo portaretratos del abuelo, y desde la tapa se desprendió un papelito que fue a parar al suelo. Me incliné para levantarlo y entonces vi que se trataba de una foto de mi madre, cuando apenas era una bebé. Tenía los ojos muy grandes, llenos de vida, y sonreía tan amplio como siempre. Se veía feliz, divertida, porque sin duda el abuelo le estaría haciendo alguna mueca antes de que le tomaran aquella foto.

LeonorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora