Capítulo 4

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El aire árido del desierto golpeó ligeramente los brazos desnudos de Wagner. La calidez del sol calentaban su frío cuerpo. Su cabeza bombeaba con fuerza y hacía que su dolor de cabeza por la resaca de los últimos días aumentase y doliese, provocaba un dolor tan inmenso como el Universo.

Cerró sus ojos tras aspirar el aroma de las tres rosas blancas que sostenía entre sus manos y decidido comenzó a caminar por el pequeño cementerio. Sólo el sonido del viento y de los cascabeles de las culebras se colaban en sus oídos.

Se posicionó delante de la lápida grisácea y agrietada. Aún seguían debajo de la gran y vieja roca las últimas tres rosas blancas que le trajo. Levantó la roca y dejó que volaran las tres rosas blancas. Dejó sobre el terreno arenoso las nuevas rosas blancas y colocó encima la pesada roca.

Dylan se colocó de cuclillas y releyó varias veces la lápida que se encontraba a menos de un metro de lejanía. Tantos recuerdos podían invadir en esos momentos su mente. Le atormentaba la última conversación que mantuvo con la mujer que le trajo a la vida. Él fue tan desagradecido y tan rebelde algo que se notaba en su presente, algo que le perseguía y le pegaba golpes, los golpes de la vida.

––Eva Marie Fenty. 1942 – 1988. “Entre los vivos te recordamos” ––leyó por última vez lo escrito en la lápida––. Buenas tardes, Eva ––le guiñó un ojo a la lápida como si fuese su madre––. Espero que te encuentres bien en este lugar, creo que fue el mejor para que tu cuerpo descansase ––sonrió de lado––. Eras muy parecida al desierto ––cerró sus ojos dejándose fluir––. Eras de sangre caliente, fuerte, impulsiva, silenciosa, solitaria... ––iba pronunciando cada adjetivo con sumo cuidado midiendo lo máximo cada palabra que pronunciaba––. No quiero que me protejas, no lo merezco ––se encogió de hombros––. Tampoco merezco el cariño de las personas que me rodean ––mordió su labio aguantando las lágrimas que luchaban por escapar––. Aún no me puede creer lo que me rodea y aún así, después de estar pletórico soy triste ––limpió sus lágrimas, sirvió en vano intentar retener emociones––. A veces, soy como ese niño pequeño que le encantaba abrazarte ––se encogió de hombros con una melancólica sonrisa plasmada en el rostro––. Otras, otras soy infeliz y actúo como aquel gilipollas que no te trataba como la verdadera reina que siempre has sido ––tensó su mandíbula haciendo una pausa––. ¿Sabes? ––soltó una carcajada sin motivos––. Ahora juego con lo que tú te jodiste la vida, te dejé ir y ahora me quiero ir yo contigo por eso siempre te ruego que no me protejas porque no te merezco ––limpió sus lágrimas y se puso de pie––. Adiós, Eva.

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