La casa del señor ha sido tomada y profanada. Las estatuas de los santos han sido destruidas y sus pinturas cubiertas de sangre, que remplaza lo que cubre con su propia imagen, imágenes demasiados horrorosas para ser descritas. Las butacas apartadas, velas de color escarlata en lugar de las comúnmente blancas, ardiendo con fiereza.
Al frente, cuatro figuras recitan rezos innombrables ante la mirada atenta de una quinta, que reposa sobre el trono normalmente ocupado por los sacerdotes. A su espalda, el gran mural donde la imagen de dios solía estar, yace desquebrajado, manteniéndose en pie de forma anormal, pues ya debería haberse caído.
Entre rezo y rezo, una puerta se abre, dejando entrar a dos encapuchados que arrastran a la fuerza a un pobre vagabundo, que se retuerce en un esfuerzo inútil por escapar, mientras grita y suplica por misericordia. Los dos encapuchados lo sostienen hasta arrojarlo, justo en medio de los cuatro monjes. Estos últimos sostienen al hombre, jalando sus extremidades hacía lados distintos, para mantenerlo sujeto.
Una vez no hay nada más que pueda hacer, cuando ya esta inmovilizado, el sacerdote se levanta de su trono, sacando de entre sus ropas, una daga alargada.
Un rayo hace eco en el lugar, ante la furia y el horror de dios. Una tormenta se desata, a cada paso que el sacerdote da -acercándose a su víctima- empeora, con lluvia y granizo azotando la casa antes pura. Los encapuchados, los que profanaron su casa, saben de su furia, más no le temen, saben que poco más hará. Quizá porque como muchas otras veces, lo que suceda en la tierra no le afectara y solo será otra prueba para los humanos, quizá porque su soberbia es mucha y se niega a admitir que esto le preocupa o, quizá, esta demasiado asustado como para hacer algo.
Un último paso es dado, el sacerdote ahora solo tiene que agacharse para cumplir su objetivo. Y a sabiendas, una última advertencia le es dada, en forma de un rayo, que golpea el techo de la edificación. Pero nuevamente es ignorada.
El sacerdote alza el brazo, dispuesto a clavar la cuchilla en el corazón de su sacrificio. Pero esto le resulta imposible cuando algo le corta el brazo a la altura del codo, haciendo que por primera vez en la noche abra la boca, solo para gritar.
El objeto responsable por su mutilación gira en el aire con la trayectoria para decapitarlo, pero logra hacerse a un lado para evitarlo, haciendo que el proyectil salga por la misma ventana rota por la que entro. Tras segundos de silencio, las puertas principales de la iglesia se abre de golpe, dejando entra a una persona. Tal vez un enviado de dios, un ángel que uso la tormenta para encubrir el ruido de la batalla que libro para deshacerse de los cultitas al exterior de la iglesia.
¿Un enviado de dios?, quizá, ¿un ángel?, definitivamente no.
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Los cultitas restantes, a excepción del sacerdote, corren llenos de furia, a despedazar a su invitado. Pero a este no le resultan problema, pues con una sola espada y precisos movimientos, los seis sujetos terminan en el suelo sin cabeza.
El mitad vampiro se acerca, viendo como el vagabundo escapa sin que el sacerdote pueda retenerlo.
-Todo lo que existe fuera de su dominio es impío, pecaminoso, asqueroso- comenzó a recitar mientras el justiciero se le acercaba amenazante -Nuestra existencia carece de sentido, pero el nos lo dará. Llegara para purificar esta y todas las tierras- un aura roja rodeo al sacerdote en ese momento y cuando volvió a hablar, su voz era del todo perturbadora -Khahrahk vendrá, y nada podrán hacer para evitarlo. El llegara y hará de la existencia, algo maravilloso-
Y sorprendiendo al propio cazador, el sacerdote uso su único brazo para apuñalarse a si mismo en el corazón, lanzando un último grito ahogado antes de caer muerto al suelo.
Fue entonces que la sangre de su cuerpo tomo dirección de forma anormal, recorriendo el suelo hacía la pared destruida mientras el cadáver se secaba como momia.
Antes los incrédulos ojos del dhampiro, la sangre relleno los surcos de la pared, formando una imagen.
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