31 - 10 - 2019

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El 31 de octubre amanece nublado; un día gris que anuncia lluvia inminente en algún momento de la jornada. Solía amar esta clase de despertares, con la brisa fresca del otoño llenando mi habitación y el goteo del agua sobre los cristales de mi ventana...

Solía, claro. Ahora ya no recuerdo el sonido de la lluvia y escuchar el hondo vacío que resuena en mi mente cada vez que una gota se estrella me desgarra por dentro.

Amaba la lluvia por el concierto de sonidos que creaba a mi alrededor, ahora solo puedo odiarla desde lo más profundo de mi ser.

Me levanto de la cama y miro el reloj de mi mesilla, plenamente consciente de la hora que es. Da igual cuánto lo intente, siempre termino levantándome a la misma hora todos los días de mi vida: las 7:00 am.

Resoplo con aburrimiento y me dispongo a entrar a la ducha.

¿Qué me depararán mis últimas horas?

La verdad es que ya no hay nada que quiera hacer, ver o comentar..., solo quiero aparentar normalidad hasta que llegue el momento y, después, desaparecer por fin.

Abro el grifo, dejando que el agua caliente empape mi piel. Resulta cálido y reconfortante, pero me abruma la sensación de sentir las gotas recorriendo mi cuerpo y no oír nada en absoluto.

La primera vez que me duché tras el accidente y me quedé solo ante este mismo silencio fue el comienzo de mi perdición. Un momento más traumático que cuando abrí los ojos y solo podía ver labios moviéndose sin emitir un susurro, más incluso que cuando me dijeron que mis padres no se habían salvado, más incluso que cuando lloré sobre el pecho de mi hermana mayor sin saber si estaba gritando o solo reproducía el mismo silencio que me rodeaba...

Hace tantos años de aquello que el gris oscuro que ha manchado mis días desde entonces ha terminado por llevarse esos recuerdos por completo.

No hay nada que pueda darme la vida para seguir adelante.

Nada.

Resoplo mientras el agua chorrea por mi pelo pajizo como una cascada descontrolada. Suspiro, sí, y decido continuar con la tarea de ducharme; no creo que vaya a encontrar la solución a una vida destrozada entre jabón y espuma.

Cuando finalizo, una pregunta rápida se dibuja en mis pensamientos, diluyéndose entre ellos igual de rápido que apareció.

¿Debería escoger una ropa apropiada? Quizá algo que grite por mí, que refleje, cuando se haga pública la noticia, que Jakob Collins no aguantaba más...

Mejor no.

Prefiero que mi último aliento sea con la ropa que siempre suelo llevar, sin artificios, sin decoraciones, para que no quepa ninguna duda de que el cuerpo inerte que encuentren entre las hojas sea el mío.

Cojo los vaqueros grises de siempre y la desgastada camiseta negra de manga corta con los bordes deshilachados y me miro al espejo. Un contraste de grises, negros y blancos, únicamente interrumpido por el color rubio apagado de mi desastroso cabello. Las sombras bajo mis ojos no tienen nada que envidiar a las de un muerto.

Ya comienzo a parecer un fantasma... Al menos, es una imagen que cuadra conmigo.

Se me escapa un suspiro frente al espejo y decido que ya es buen momento para afrontar el que será mi último desayuno.

El olor a café recién hecho estalla en mi nariz al abrir la puerta de mi habitación y eso solo puede significar una cosa: Sarah está levantada. Hoy, de todos los días del año, es el único en el que mi hermana mayor se despierta bastante antes que yo, incapaz de conciliar un sueño que perdió hace mucho tiempo.

Feliz cumpleaños, Jakob CollinsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora