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Mi regalo de cumpleaños ese año fue salir de la cárcel.

Pedazo de regalo, ¿eh? Cortesía del alcaide de la Penitenciaría Hudson. Bueno, no tanto una cortesía como merecida recompensa por mis dos años de servicio ininterrumpido al Imperio. Es irónico, siempre que me distraigo acabo sirviéndole a la Reina otra vez por mucho que preferiría, no sé, meter la cabeza en un cubo de basura. Moraleja: no te distraigas. Y evita la cárcel, por tu bien. Dos años en una isla que apestaba a salitre, gachas y trabajos forzados me han dado la experiencia suficiente para asegurarte que no, pasar por la trena no mola nada. Yo fracasé al intentar evitarlo, pero tú sé más listo y evítalo, ahora que lo sabes.

Fue un día la mar de extraño: me desperté en la rígida cama de la celda y pasé la mañana en el patio de la cárcel, pero a mitad de tarde estaba vistiéndome con ropa de calle y marchando en la fila que llevaba al embarcadero de la isla Hudson. Todo marchó tan rápido que una parte de mí no conseguía asimilar el hecho de que me estaba subiendo a un barco que me sacaría de prisión y me llevaría a casa. A casa. El concepto de volver a mi hogar, ver a mi familia, tumbarme en el sofá del salón, se me hacía alienígena, mitológico. No me dio mucho tiempo a divagar ni a sentirme afortunada, sin embargo, porque nada más embarcar me hicieron entrega de unas hojitas de papel que me van a acompañar toda la vida y que son la cruz de mi existencia. ¡Ta-rá! ¡Papeles de la condicional! ¡Pruebas imborrables de que soy una delincuente que no merece un trato digno por parte de futuros empleadores ni vendedores de servicios! ¡Un sueño! Míralos, todos amarillos y de papel resistente al agua y al fuego, listando mis pecados. Cómo saben que, si por mi fuera, los habría arrugados todos en una bola en el puño y lanzado a la chimenea. No, no, no intentes ni doblarlos, que ya lo he intentado yo. No sirve de nada. Los papeles de la condicional existen exclusivamente para recordarme a mí y a todos aquellos con quienes interactúe de ahora en delante de que soy una criminal bajo estrecha vigilancia del gobierno. Ah, no, no vas a ver el delito. Trae. Eso es una sorpresa para más tarde, ¿qué clase de misteriosa dama con un pasado oscuro sería si desvelara todos mis secretos en el primer capítulo?

¿Por dónde íbamos? Ah, sí. El barco de la cárcel. Ese pobre vehículo había visto días mejores, déjame decirte eso: pintura desvaída, madera corroída, las velas llenas de parches. Un desastre. Supongo que, por lo menos, lleva a cabo su misión como es debido: transportar a los empleados de la penitenciaría y a los prisioneros liberados desde la isla hasta el continente. Es un viaje sencillo, a juzgar por el poco conocimiento de geografía que retengo desde la escuela, aunque las rutas son confidenciales y solo se les permite aprenderlas a los capitanes designados de manera exclusiva para estos barcos. Una forma de mantener la isla aislada y los prisioneros en su sitio. No me mareé mucho, si es lo que estás pensando, solo un poco al principio. Iba bien sentada en la parte de dentro y el abundante número de cabezabuques que había a bordo me mantuvo bastante lúcida. Estos no eran como los de patrulla que has visto antes, eran de los malos, los que llevan metralletas gigantescas en lugar de una pistola y una porra extensible. Las miré de cerca y ni siquiera estaban cargadas, las llevaban para meter miedo. Tú no les tengas ni pizca de miedo, que estás conmigo. Los cabezabuques me temen a mí.

El viaje en barco transcurrió de forma relativamente plácida, teniendo en cuenta que me dormí durante la mitad del trayecto sobre el hombro sudoroso de una presidiaria a la que no conocía de nada. Estaba cerca de una ventana, así que de vez en cuando miraba a través de ella buscando alguna pista sobre dónde nos encontrábamos. Solo veía el mar, brillante de azul y blanco, ofreciendo poca información útil, pero sí una promesa de que, en cuestión de horas, podría volver a ver a mi familia. Apenas había tenido contacto con ellos después del arresto: habían llegado un par de cartas de Rory en ocasiones especiales como Saturnalia, pero eso había sido todo. Les echaba mucho de menos. Desde lo de mis padres, mi abuelo y mis hermanos eran lo único que me quedaba, y haría lo que fuera por ellos. No me esperaba lo que ocurriría a continuación, pero espera, que ahora viene. De momento, estaba en el barco, con el suelo meciéndose de manera perezosa bajo mis pies y una tuerca del asiento de hierro clavándose en mi espalda. Había salido de Hudson armada únicamente con mis zapatos de hacía dos años que me quedaban pequeños, ropa donada que me quedaba enorme, la chaqueta que había cosido en mi tiempo libre y los papeles de la condicional. Ah, claro, y lo más importante: mi colgante de trébol, ahora un chiste malo que colgaba de mi cuello de forma patética y me recordaba el mayor de mis errores sin pizca de piedad.

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