Sabía que ese día iba a traer problemas, pero no me esperaba esto.
El día empezó de lo más normal una mañana de domingo: levantarme, arreglarme, despertar a la señorita Allegra, preparar su desayuno. Fue entonces, durante la primera comida del día y sin aviso previo, que mi señorita hizo un anuncio.
–Voy a ir a la Feria –dijo mientras untaba una pieza de pan tostado de mantequilla–. Y no hay nada que puedas hacer para detenerme.
Por supuesto, su padre se quedó perplejo. El domingo era el único día de la semana en el que ambos Takei gozaban de una agenda lo suficientemente despejada como para desayunar juntos, el único día que comenzaban sentados en la misma mesa. Uno de los pocos días en los que la señorita podía comenzar el día en sus propios términos. El señor Takei se atragantó en su propio café y tosió un par de veces, asistido por el señor Jeong, antes de hablar.
–Allegra, querida –dijo, y su tono se asemejó al de aquel que se dirige a un animal salvaje–. Ya hemos hablado de esto...
–Me da igual. Siempre eres tú el que habla, papi, y eso tiene que cambiar –Allegra evitaba la mirada de su padre centrándose en su pan–. Fred dice que me va a gustar el ambiente.
–¿Eso ha dicho el capitán? Ya veo...
Pues claro que había dicho algo así. Cualquier otro miembro del servicio no se habría dado cuenta, pero yo sí: beneficios de pasar el día detrás de la señorita. Cada vez que el capitán Van der Heyde había visitado la casa de los Takei, lo había hecho con la intención de ver a Allegra y molestar al señor Takei. Me parecía algo imprudente, "morder la mano que te da de comer", como diría mi nainai. No obstante, algo me decía que no molestaba por el simple placer de hacerlo. Sus ojos eran más inteligentes que eso. El día anterior se había pasado por la casa, contaba Liesl, mientras Allegra y yo dábamos un paseo por un parque cercano. El capitán había saludado con sus modales impecables, dedicó un par de sus ya clásicas batallitas a Liesl y compañía y dejó algo para la señorita: un regalo. No era el primer regalo que le hacía, ni daba señales de ser el último. ¿Y qué contenía el paquete envuelto con seda que Allegra encontró sobre su cama cuando volvimos del paseo? Un libro sobre aeroplanos. El capitán Van der Heyde se traía algo entre manos, y ese algo era de lo más interesante. No me extrañaba que hubiera animado a la señorita a ir a la Feria Universal, aunque, teniendo en cuenta los planes del "movimiento", me costaba entenderlo.
–Voy a ir a la Feria, papi, te guste o no –dijo Allegra, esta vez con mucha más seriedad, cuando su padre comenzó a rezongar–. Lo siento, pero soy casi una adulta y me merezco por lo menos eso.
Valiente. Valiente como mínimo. Yo jamás me habría dirigido a mi padre de esa forma, aunque también era verdad que la forma en la que la señorita se había criado era radicalmente diferente de la mía. Casi no pareciera que las dos habíamos crecido en la misma ciudad, a apenas unas cuantas calles de distancia. Mientras que para mí un acto de rebelión semejante contra uno de mis padres me habría supuesto un castigo terrible, para Allegra esa rebelión era liberadora. De lo poco que tenía.
Así que allí estábamos, vestidas de calle y poco preparadas para el frío enfrente del recinto de la Feria Universal. El ambiente era casi festivo, con vendedores ambulantes haciendo ofertas demasiado buenas para ser reales frente al edificio y bandas musicales animando la atmósfera con melodías vivaces. El edificio que habían elegido como sede de la Feria se usaba durante el resto del año como sala de exposiciones, aunque no estaba segura de sobre qué iban esas exposiciones. Era lo que había dicho la señorita mientras montábamos en el coche hasta allí, yo nunca había ido a ningún sitio de las colinas, menos aún, uno en el que la entrada valía dinero. Aunque la verdad era que entendía por qué: si yo hubiera tenido en mi posesión un edificio así de bonito, también habría cobrado por la entrada. Sus paredes estaban hechas enteras de paneles de cristal que relucían como facetas de una piedra preciosa, con la estructura en sí hecha de metal. Parecía un invernadero, si bien uno gigante y decorado. Una gran pancarta con la frase "Bienvenidos a la XVII Feria Universal. Hái Gang Cheng" escrita en varios idiomas adornaba la entrada, junto con los correspondientes guardias de seguridad y personal de la Feria. No pude evitar fijarme en cómo nos miraban, a dos mujeres jóvenes sin escolta, una vestida de gala y otra como una vagabunda. A Allegra parecía importarle menos, sin embargo, porque caminó entre la multitud como si aquel fuera su territorio y entró en el edificio sin parpadear.
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honk honk
Fantasysi no consigo a ese puto payaso es posible que pierda la cabeza besties