Fue una idea terrible desde el principio.
La gente de las colinas, aquellos algodones y platanitos que tantos sestercios acumulaban, pero tan poca diversión tenían disponible en sus altos pedestales, frecuentaba la ciudad nueva por costumbre. Fuera por un ansia nacida de la vanidad de mostrarle a los plebeyos la cantidad de dinero y lujos de los que disponían o porque literalmente no tenían nada mejor que hacer que dar interminables paseos por las frías calles blancas, el caso es que ciertas zonas de la ciudad nueva estaban siempre llenas de gente de las colinas. Y la gente de las colinas siempre lleva las carteras llenas y las joyas puestas, a la vista y alcance de cualquiera con poco sentido común y mucho, mucho coraje. Sobre todo si, como yo, cometer un delito te enviaría derecha a prisión otra vez. Era lo que había. Si quería comer aquel día, iba a tener que hacerlo.
Había pasado una de las peores noches de mi vida, dormitando a ratos en el banco de un parque y muerta de frío. Tenía la espalda destrozada y el cuerpo débil por la falta de comida. No me había molestado en volver al centro, donde me arriesgaba a que me volvieran a expulsar usando métodos más permanentes esta vez y no encontraría más que miradas despectivas si intentaba pedir dinero. Por la reina, pedir dinero. Mi orgullo me lo había impedido, junto con la legislación anti-vagabundos de la ciudad nueva. Prefería robar, por horroroso que pareciera. Estaba un poco oxidada después de más de dos años sin meterle la mano en el bolsillo a nadie, pero Sadie Banner no era de rendirse tan fácilmente. En caso de emergencia, huiría en la dirección opuesta. De nuevo, la sobra de confianza de mi familia tomaba control de mi mente racional. Pues claro que podía quitarle la cartera a un ricachón platanito. No podía ser tan difícil, sobre todo en la calle principal, la arteria de Hái Gang Cheng, donde tantas personas pasaban y con tanta prisa. Nadie se daría cuenta de que de repente le faltaban un par de sestercios, y yo los necesitaba mucho más que ellos.
Así que allí me hallaba, apoyada en el escaparate de una tienda, observando a aquellas grullas hinchadas pasearse, pomposas y decoradas, en busca de una presa adecuada. Alguien distraído, mayor. Mientras inspeccionaba el sinfín de ricos que recorría la calle principal, me fijé en cómo mi imagen se reflejaba en el escaparate frente al que me encontraba. Si bien nunca había sido juzgada una joven atractiva antes de pasar por la cárcel, desde entonces mi aspecto se había deteriorado muchísimo. Es lo que pasa cuando tienes un ojo menos y te alimentas a base de gachas. Ahora estaba delgada, demasiado delgada, y mi piel mucho más pálida. A nainai le habría encantado verme así de blanca, ver lo mucho que me parecía a los algodones que, al contrario que yo, eran algodones por completo. A mí no me gustaba nada. Transmitía una imagen de debilidad, de fragilidad, y eso en las calles no es una buena señal. Tampoco me gustaba la falta de brillo en mi pelo castaño, que antes había sido la joya de la corona, ni cómo se me habían estropeado los dientes, aunque nunca hubieran estado demasiado sanos. Estaba hecha un absoluto desastre. En mi vida había sido una de esas personas que se centran demasiado o gastan demasiado su energía en su apariencia, más que nada porque nunca había dispuesto ni del dinero ni del tiempo para ello. No obstante, había algo que me dolía, en lo más profundo del orgullo, de haber perdido la poca belleza que tenía.
Tal vez fue por eso que elegí a la víctima que elegí. Era un hombre entrado en edad, un platanito de aquellos que preferían vestir como la gente de Albion antes que respetar su propia cultura. Apestaba a dinero a distancia, fuera por sus zapatos relucientes, su chistera pasada de moda o su traje, forrado de terciopelo claro. Los golpes que daba con su bastón tallado en el suelo eran una buena indicación: no era rápido. Y, lo más importante: era muy guapo. Muy, muy guapo. O por lo menos, lo había sido de joven, aunque el tiempo y sus consecuencias hubieran borrado la mayoría de sus rasgos y los hubiera cubierto de profundas arrugas. Calculaba que no podía ser mucho más mayor de lo que habrían sido mis padres, si siguieran vivos. El rencor llegó casi por sí solo. Ese señor tenía dinero, tenía belleza, y yo era huérfana. No era justo. Unos tanto, y otros tan poco. Coger su cartera era lo único que podía hacer para inclinar la balanza a mi favor.
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honk honk
Fantasysi no consigo a ese puto payaso es posible que pierda la cabeza besties