Capítulo 11. Una Ciudad Sobre Los Hombros.

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Víctor Cásterot.

Nunca antes en su vida había estado tanto tiempo arrodillado frente al altar. Delante de él se encontraba el báculo de la diosa Niemira, conocida como la diosa de los vientos. Se decía que cada ciento cincuenta años, cuando la orbe de zafiro que portaba su báculo se alineaba con la Luna, emanaba del cristal un viento purificador que sanaba el aire, la tierra y todo lo que se encontraba a su alrededor, prometiendo décadas de salud y prosperidad al pueblo de Marfín.

Para que fuera posible la luna llena debía estar justo en medio del firmamento, por lo que el báculo había sido colocado en aquel altar apuntando con exactitud al centro de la abertura que dejaba la cúpula de aquel templo sagrado. Una abertura que permitiría la entrada de la luz lunar una vez que se cumpliera la fecha esperada; pero para eso aún faltaba seis años.

Víctor Cásterot, un joven de apenas catorce años, sentía sobre sus hombros el peso de la ciudad. Durante la ausencia de su padre debía velar por la seguridad del pueblo y no se sentía preparado para ello. Sabía que estaba destinado a grandes responsabilidades, pero jamás pensó que sería ante tales circunstancias. Creía que lo único que hacía bien era acudir al templo para orar a los dioses.

Ya no sabía qué pedir a la diosa de los vientos. Le había rogado todos los días porque adelantara los tiempos y purificara aquel mundo, que no tuviesen que esperar seis años para recibir su bendición. Le había pedido la sanidad de su madre, el regreso de su padre y su pequeña hermana, así como tantas cosas, pero jamás respondía. Al contrario, cada día que pasaba las cosas parecían empeorar. Tuvo esperanzas cuando una comitiva de hombres trajo de Greenland grandes cantidades de medicina para curar al pueblo, pero aquellas no eran suficientes. Había decidido repartir pequeñas dosis a los ancianos, a la mujeres y los niños hasta que un mensajero irrumpió en el palacio con malas noticias.

Tres mil hombres rebeldes habían asediado los pueblos de Árston y Pourdland, y otros doce mil se encontraban rumbo al puerto de Southenport, si es que no habían llegado ya. Lo más probable es que pronto tomarían camino hasta la ciudad y que le tocaría defenderla. Por tal motivo tuvo que tomar gran parte de las medicinas y repartirlas a hombres fuertes y caballeros para defender a su pueblo, pero su gente no comprendía su situación. Decían que todo era una excusa para poder beneficiarse los poderosos; lo comparaban con la bondad de su padre y no valoraban el esfuerzo que hacía para protegerlos a todos.

Cansado, decepcionado, con sus rodillas adoloridas, se levantó lentamente, pero se quedó un tiempo más contemplando aquel báculo divino, aquel instrumento hecho de oro, plata y zafiro. Un artilugio poderoso puesto en un lugar fácil de hurtar, o eso era lo que creían los ladrones ignorantes. Se decía que aquel báculo presentía las intenciones de su portador, y si aquellas intenciones no eran para bien, caían muertos con tan solo tocarla. Ni siquiera el cubrirla con mantos de lana, lino, seda o cuero impedía una muerte segura. Hasta los sacerdotes más honestos evitaban contacto con ella.

—Es hora de regresar al palacio —le dijo su consejero de confianza, Arthur Mordane— No es seguro permanecer aquí a altas horas de la noche.

Víctor asintió y ambos salieron a las afueras del templo el cual se hallaba al frente de la plaza principal, conocida como la plaza de los caídos. Sobre ella se alzaba un gran obelisco de piedra blanca cuya altura alcanzaba las trescientas yardas, y la escultura de un águila se erguía imponente en sobre el.

Tomó su corcel y montó siendo escoltado por cincuenta caballeros bien pertrechados para subir a la alta meseta. Emprendieron la marcha hacia la avenida principal y cruzaron a la derecha para ascender por la cuesta sur de la ciudadela. Una vez rumbo arriba contemplaba la ciudad, o lo que la niebla le permitía.

Ofradía y la Niebla MalditaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora