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La historia de nosotros

La historia de nosotros

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AMELIA

Cayó de bruces al suelo, enredada en el velo de la cortina blanca que se desprendió con un estruendo de su riel. Rodó unos cuantos metros hasta que sintió un tirón rasgar la tela. Gateó hasta acerarse un poco más a la ventana y se quitó la tela de encima como si ésta le quemara, casi con desesperación, rodando nuevamente sobre su cuerpo.

—Auch —murmuró.

Permaneció unos instantes tendida sobre su espalda, asimilando el golpe cuando finalmente se dignó a ponerse de pie, sacudiéndose los pantalones y la blusa hasta que le pareció que estuvieron perfectos. Eran demasiado hermosos y le quedaban demasiado bien como para arruinarse con polvo. Se peinó los rizos rubios con los dedos y pasó los mechones correspondientes tras sus orejas; si alguien del grupo iba a dar la impresión de siempre caer de pie, esa iba a ser Amelia.

Sus ojos barrieron la estancia en la que se encontraba, mientras que su corazón todavía amenazaba con salírsele del pecho por la hazaña que había llevado a cabo. Ni en un millón de años se le hubiera pasado por la cabeza trepar dos pisos por unos tubos endebles, casi tan antiguos como la ciudad misma, y meterse a la casa abandonada. Su respiración estaba a tope: debía calmarse.

Observó con detenimiento la habitación: todo era sombras, madera y moho. Cuando la adrenalina la abandonó, un escalofrío le recorrió el cuerpo de pies a cabeza, helándole hasta la médula. A Amelia no le daban miedo la oscuridad, los lugares solitarios y abandonados, las casas embrujadas ni los fantasmas. Es más, ni siquiera creía en ese tipo de cosas, pero ahí, dentro de la habitación a varios grados menos que en el exterior, pensó que así era como luciría el infierno: de una soledad devastadora y un frío aberrante.

Con pasos cortos se dirigió a la pared más cercana y puso la punta de los dedos sobre ella: estaba húmeda y mugrosa, como si ahí dentro hubiese llovido y jamás se hubiera secado. Amelia quiso reír ante tan absurda idea, mas se detuvo al segundo en que el sonido salió de su boca; por algún motivo, el eco de su risa se le antojaba incorrecto, equivocado, como si estuviese perturbando a los muertos al quebrar su silencio.

Siguió con la vista el cableado antiguo de las luces: alambres y cables rotos caían por las paredes y medio colgaban del techo. Ni siquiera le hizo falta probarlos para estar segura de que ya no funcionaban. Claramente, nadie había entrado ahí en años: desde las telarañas hasta el polvo y el moho, junto a un insoportable olor a humedad y a sucio. En ese minuto no conseguía recordar por qué era que había querido ir a ese lugar.

Ah, si. Por Rayan.

Se encaminó hacia la escalera y probó suerte con el primer peldaño. La madera crujió como endemoniada, pero no cedió. Amelia esperaba que no lo hiciera, porque no quería ni pensar en qué pasaría si se rompía con su peso y se le atascaba la pierna en el escalón. Así que bajó despacio, midiendo cada paso y observando con asombro a su alrededor. Las paredes ahora estaban cubiertas por un papel tapiz desteñido, que en algún momento fue azul o calipso, quizás incluso hubiese tenido algún diseño, pero ahora tenía grandes manchas de moho y lugares en los que la pintura se había blanqueado. La única pista de cómo había lucido antaño eran las partes oscuras del papel a las que no les había llegado la luz del sol.

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