Capítulo 0: Ursprung

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Tengo que correr, ella me dijo que lo hiciera. Estoy herida. Cada paso duele más que el anterior. Tengo una herida alargada a la altura de la costilla inferior derecha, desde el vientre hasta el inicio de la espalda. Mi cuerpo se encoge inevitablemente hacia esa zona, como si intentara protegerla. Sólo sé que siento un ardor increíble.

Empiezo a cojear y entonces noto en dónde estoy: el gran pasillo. Jamás lo había visto apagado, sólo se pueden ver las luces afuera, entrando por cinco grandes ventanales del lado derecho. Es de noche, pero por muy poco tiempo. A lo lejos, a cientos de kilómetros en el horizonte, se pueden ver aún unos destellos naranjas: es el sol que se oculta tras la montaña más importante del Reino en su más fatídico día. El día en que ella murió.

El pasillo mide aproximadamente treinta metros por diez de ancho y otros diez de altura. Estoy en medio, justo en frente del ventanal del centro. Paro un momento y veo hacia afuera acercándome unos pasos: hay antorchas, fuego, gritos y confusión. Hay gente gritando, siendo replegada por soldados. Ellos llevan grandes armaduras plateadas con negro. La gente está conformada por campesinos, empleados del castillo y habitantes de la ciudad. He vuelto a Walzig.

Mi mano derecha está sobre la herida. Cuando hago algo de presión el dolor disminuye un poco. Afuera nadie parece saber qué pasa. Si tan sólo supieran todo lo que acaba de suceder... En fin, lo sabrán. No puedo mover la mano izquierda, se siente pesada. Al mirarla traigo una espada y es un arma gigantesca. Tiene incrustadas joyas de color rojo en el mango, el cual parece medir por sí mismo veinte centímetros. La joya más grande está en la base, medirá unos cinco centímetros aproximadamente. La espada comienza justo después de una línea perpendicular al mango de unos quince centímetros. La hoja de la espada no se puede ver del todo, sólo refleja un poco las luces de fuera. Alcanzo a ver un brillo muy tenue y un poco de líquido espeso rojo. La espada tiene sangre.

No, no es la mía. ¡Mierda! No puedo recordar de quién es. Me alejo de la ventana, confundida. La cabeza me duele mucho. Llego hasta la pared de madera. En medio del pasillo hay una alfombra de color rojo con detalles florales dorados. Cubre todo a lo largo excepto un metro de cada uno de los lados de madera. Quisiera sentarme sobre ella, pero debo correr, ella me dijo que huyera. ¿A donde? 

Sobre la inmensa pared que está frente a los ventanales hay pinturas: Paisajes y retratos. El del centro es la gran Ciudad de Walzig, y en el fondo está la montaña que marca el límite de la ciudad. Le dicen Ursprung. En el cuadro, es de día, aún está amaneciendo. Es irónico, ahora parece que estoy en el ocaso del día, de la ciudad, del reino y del mundo en general. Estoy usando unos pantalones negros, creo que son de hombre. No son míos, alguien más me los dio. ¡Fantástico! Estoy huyendo, herida y disfrazada. Traigo un chaleco café sobre una camisa blanca y ya se empieza a notar la sangre sobre el chaleco, a pesar del color y de que en realidad casi no hay luz.

Me dispongo a seguir y salir por una gran puerta de madera al extremo opuesto por donde entré y casi la alcanzo cuando oigo ruidos detrás de mí. Es la puerta de entrada abriéndose. No estoy dispuesta a voltear cuando oigo su voz y entonces recuerdo todo. ¡Es él!

—Sig, por favor, te necesito viva—

Sólo giro mi cabeza, y lo miro sobe mi hombro, está justo en la entrada, mirándome. Lo iluminan las mismas luces tenues de afuera. Su respiración es rápida, eso lo recuerdo bien. Está nervioso. Su mano derecha trae una larga espada plateada, no tan exagerada como la que yo cargo, pero es su espada. Es alto, un metro y ochenta y cinco centímetros repletos de incertidumbre y ¿remordimiento? Parece realmente preocupado. Siempre traía el cabello peinado hacia atrás, es lacio y largo, muy negro. Esta vez está bastante desaliñado, tiene tierra y su espada también tiene sangre. Y sí, esa sí que es mía.

—No quiero hacer esto, pero sabes lo que pasará si no me dejas opción— Agregó con tono autoritario.

—Claro que sé que pasará, ya me diste una pequeña demostración hace un rato— Respondí no enojada, furiosa. Él mismo me hirió.

—Nunca lo planeé de esta manera, Sig, por favor— Dijo dando un suspiro y acercándose un paso.

A pesar de ser una sala inmensa, no necesitábamos gritar, el barullo de afuera parecía muy distante. Sin embargo, el paso me puso alerta. Esta vez viré por completo mi cuerpo para verlo, erguida, tratando de fingir que no me dolía la herida. Mi esfuerzo es bastante inútil, él puede sentir mi dolor.

—Sig, sé que duele, pero no me dejaste terminar de explicar— Replicó como si leyera mi mente y mirando hacia donde estaba mi herida.

Trae una camisa negra, abierta hasta el pecho. Estaba manchada con sangre y tierra. Eso no se podía ver, pero lo recuerdo de hace un rato. Él los mató a todos.

Haciendo un esfuerzo sobrehumano por mantenerme en pie le respondí:

—No necesito ninguna explicación, Fernando. Sabes qué voy a hacer ahora y ni tú ni René podrán disuadirme, así no funciona—

—René sólo quiere la espada y el medallón—

No pude evitar tirar la cabeza hacia abajo y reírme. Fue una risa muy amarga. Cuando regreso la vista hacia arriba él está en medio del pasillo, inmóvil y sus ojos negros se empiezan a tornar rojos.

Lo miro medio extrañada, no necesitó convertirse para herirme, ahora puede matarme sin ninguna dificultad.

—¿De verdad vas a transformarte? ¿Esa es tu forma de "disuadirme"? —

—No va a funcionar— dijo ladeando un poco la cabeza hacia la derecha, como si en verdad fuera a mostrar piedad.

—Estás cubierto de la sangre de tus hermanos y... — Mi voz se quiebra —De su sangre, dejaste que la matara ¡sin dignidad y sin piedad!— Grité.

En ese momento, en un parpadeo, él estaba a escasos centímetros de mí. Con su mano izquierda tomó mi rostro, mi mejilla y deslizó sus dedos hasta llegar a la entrada de mi cabello. Siempre sentí escalofríos cuando Fernando me miraba. Sus ojos eran enormes y negros, tan negros que el color de su pupila se perdía con el de su iris. Era delgado, de una tez blanca y con una barba de unas semanas, ni muy larga ni muy corta. Sus extremidades eran muy largas y atléticas. Sus facciones, sin embargo eran muy finas. Tenía una nariz alargada y delgada. 

Por algo Fernando era el primer y el mejor mercenario de todos. Y, por supuesto, el más temido. En su vida humana fue un poderoso y sanguinario legionario, fue ahí cuando, herido y moribundo, Diana lo encontró y lo salvó.

—Ella te salvó, en tus últimos minutos de vida. Ella te salvó y tú no tuviste el coraje de decirle a la cara que eres un traidor— Dije en un murmuro y entre lágrimas. Jamás había estado tan enojada en toda mi vida.

Lo que dije surtió su efecto. Bajó su mano hasta mi cuello y me levantó sin esfuerzo alguno. Sus ojos seguían tornándose rojos. Yo comencé a patalear y a sujetar su muñeca con mi mano derecha, como si eso fuera a hacer alguna diferencia. Entonces miró su muñeca y mi mano, llenas de mi sangre.

—Era su momento y ella lo sabía— replicó sin quitar la vista de mi sangre —Ahora es nuestro—

Subió su mirada a la mía y me lanzó la sonrisa más macabra que haya visto jamás. En ese momento supe todo lo que había hecho, cómo es que fingió su amistad y su lealtad. Y entonces vi sus ojos del color rojo más profundo que existe. Pesaba sobre mis ojos. Quería gritar de dolor y de enojo, pero lógicamente, no podía. Supe perfectamente a cuántos había matado hoy y desde que era humano. Lo supe todo. 

Todo comenzó a verse borroso, a escucharse aún más distante. Creí que todo terminaría rápido y sin piedad, pero en verdad se estaba tomando su tiempo. Irónicamente no parece gozarlo, en verdad está sintiendo mi dolor. Aún no suelto la espada. En una última movida desesperada levanto mi brazo sin poder ver el arma...

 Y entonces desperté.

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