1. Una kryptoniana en Kansas

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Un nuevo comienzo a los ocho años, a pesar de que a la larga podría sentirse como un comienzo definitivo, significó para Kara Zor- El un doloroso desprenderse de todo lo aprendido; la desconcertante realidad de convertirse en una extraña entre conocidos, en una intrusa en un mundo completamente distinto.

Aunque al inicio la adaptación fue forzosa y compleja, progresivamente descubrió que pertenecer a algo era un consuelo. Danvers era un apellido extraño, atípico, que le costó apropiarse en primera instancia. La palabra del idioma humano le resultaba difícil de pronunciar, pero aprendía muy rápido, y pronto pudo no solamente presentarse, sino acceder sin problemas a cualquier tipo de conversación.

Ser una Danvers significaba ser parte de Smallville, aquel pueblo pequeño, campestre, de amplias extensiones de plantaciones de maíz y de trigo a donde había ido a parar. La gente en las calles, durante sus salidas con su hermana o con su madre adoptivas, la saludaba por su nombre y apellido, y pronto el papel que con tanto esmero intentaba adoptar -aquel disfraz forzoso de humana, de hija y de hermana - se le pegó a la piel, ya no escondiendo, sino desplazando al de Kara Zor- El, la última hija de Kryptón.

Al igual que aquellos libros que nunca serán escritos, la historia de su raza sobrevivía únicamente en su memoria. Ni siquiera Kal- El sabía suficiente acerca de los kryptonianos. Eso la entristecía, la obligaba de vez en cuando a apartarse de los humanos y contemplar su soledad con ojos nostálgicos, con una desazón imposible de atribuirse a una niña.

Luego estaba la realidad de que, aún si hubiese podido olvidar su origen, jamás sería como los humanos. A Eliza Danvers no le agradaba que usara sus poderes. Si bien Kal- El la ayudaba a aprender a controlarlos, siempre prevalecía en la familia el temor a la exposición. Kal guardaba su identidad por una razón muy bien justificada: Superman, el héroe que representaba en la Tierra, era un polo magnético de enemigos de toda clase. Si descubrían a la pequeña prima del hombre de acero, sin dudas irían tras de ella y tras toda su familia.

Kara, a medida que descubría la verdadera naturaleza de sus habilidades, creía cada vez menos probable que alguien pudiese con ella. No dejaba de notar que los humanos, incluso los que en apariencia parecían más fuertes, no alcanzaban ni remotamente su fuerza. Mientras los trabajadores de las granjas vecinas levantaban los pesados sacos de heno entre dos personas, ella podía levantar una pila tan grande como le permitiese la calidad y disposición del amontonamiento de uno sobre otro. Su récord eran dieciséis sin que a los tres segundos se le cayese la mitad de la línea.

Pronto, cuando estuvo lo suficientemente adaptada para no llamar demasiado la atención, la inscribieron en la escuela. Allí conoció a Amelia Lang, un personaje de verdad atípico que representaría un cambio significativo en su vida.

Se acercó a ella el primer día. Estaba vestida de una forma muy elegante para su edad, con unas botas rojas y un tapado de lana demasiado abrigado para aquel día de otoño. Ostentaba, además, una boina escocesa que podía perfectamente pertenecer a su abuelo. Tenía un rostro muy expresivo y ojos atentos.

Se paró junto a su banco y le sonrió, observando de reojo los dibujos que Kara hacía de los animales de la granja, algunas plantas y peces que había encontrado en los alrededores de su nuevo hogar.

- Me gustan tus lentes- le dijo-. Y tus dibujos son bonitos. ¿Quieres ver los míos?

No esperó a que Kara respondiese. Sacó de su bolso una libreta rebosante de brillantina y la abrió sobre la mesa. Estaba repleta de diseños de ropa muy estrafalaria llena de manchones de lentejuelas y brillantes de todos colores.

Amelia quería ser diseñadora. A Kara le costó entender lo que eso significaba, pero a la otra niña no le llamó la atención su ignorancia. A esa edad, muchos todavía no manejaban algunos conceptos.

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