El sonido de la puerta despertó a Mei. Era su madre. Traía un rostro pálido y ojeroso. Ambas se intercambiaron una mirada, y acto seguido la muchacha dejó su manta sobre el sofá y se dirigió a la cocina. Puso agua en una de las potas sucias que formaban una torre en el fregadero, encendió el fuego y puso la pota sobre éste.
Su madre se encontraba tirada en el sofá. Las magulladuras de sus brazos y la sangre de sus heridas decían las ansias con las que su jefe la había maltratado.
Mei se sentó cerca de ella, pero no se dijeron ni una sola palabra.
El agua comenzó a hervir, y la muchacha fue de nuevo a la cocina para echar en la pota un par de patatas secas, una cebolla y una zanahoria. Minutos después sacó dicha pota del fuego y puso las verduras sobre un plato. Cortó la zanahoria en tres trozos, y se echó en el plato una mitad, una de las cuatro patatas y la mitad de la cebolla cocida. Echó en otro plato otro pedazo de zanahoria, dos patatas y dejó la cebolla, porque sabía que a su madre no le gustaba. El resto de la cena era para su padre.
Madre e hija comieron juntas en la mohosa mesa de la cocina, pero seguían sin hablarse.
Cuando la muchacha terminó su parte de la cena se fue a su habitación.
Su cama estaba a ras del suelo. No tenía almohada, ni tampoco manta. Solo era una habitación con un colchón mojado y una ventana.
Se acercó al cristal. Su madre estaba muerta. Ella estaba muerta. La ciudad estaba muerta. Todos morían en la miseria que se respiraba en Megapolis.