II

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Después de escuchar su melodiosa voz por primera vez podría reconocerla en cualquier sitio, no importaba si estaba distante.

Cada día que pasaba deseaba volver a aquella aula que tanto detestaba solo por verla dos veces por semana y perseguirla con la mirada en los cortos recesos.

No me bastaba.

Comencé a adentrarme en aquel mundo que tanto detestaba: las interacciones sociales, solo por contemplar la posibilidad de que me hallara en el pasillo y me preguntara por mi día, como a un vago conocido.

Cada día acudía a aquella sala con el pretexto de mis estudios, buscándola entre las mesas con la mirada, detallando su café y las galletas con las que siempre lo acompañaba.

Soportaba los trabajos grupales y me dejaba la vida preparándome solo por ser la persona que entregaba el documento final, por tenerla un momento frente a mí, con su atención puesta en mí.

—Muy bien —me dijo al entregarme aquella hoja de papel con una calificación casi perfecta.

Me sentí observada, no solo por ella sino el salón entero. Sentí que mis emociones me dejaban en evidencia, que esconderlo se me daba fatal. No deseaba hacer el ridículo, no frente a ella, así que comencé a plantearme la posibilidad de mostrar todo lo contrario. Nadie, absolutamente nadie podía saber que todo lo que deseaba era que ella me notara, ser diferente a sus ojos. Nadie podía saber que lo único que deseaba y con lo único que fantaseaba era con sus abrazos de caramelo.

Añoraba la dulzura en mi vida más que ninguna otra cosa, y ella era la personificación de la ternura.

En su clase buscaba desesperadamente algo que no entendiera, algo que pareciera difícil de explicar. Me acercaba a su escritorio y haciendo caso omiso a mi nervioso corazón le hablaba. Ella respondía en un susurro mientras garabateaba con su lápiz sobre mi cuaderno.

Aquellos efímeros instantes poco a poco desaparecían.

En la noche todo el dolor volvía, su ausencia me sofocaba y me sumergía en la rutina del dolor.

El último suspiroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora