III

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Ya no podía pensar en otra cosa que no fuera su suave voz, su mirada dulce o sus finos labios color vino.

Observarla se había convertido en mi pasatiempo favorito.

Una tarde de festividades colegiales ella era nuestra acompañante. Hablaba con mis compañeras como si hablara con su hija, derrochando ternura. Me dolía el alma por no ser tan siquiera una de aquellas afortunadas jóvenes. Contra todo raciocinio de repulsión hacia aquel pequeño grupo, me senté junto a ellas, como si de mis amigas se tratara, fingiendo que la actividad frente a nosotros me importaba.

—La vida es muy valiosa. Ya cuando eres grande comprendes muchas cosas —hablaba Elizabeth.

Las chicas comenzaron a fastidiarse y una a una se marcharon a disfrutar del catálogo de actividades, hasta que solo quedé yo.

Yo y mi sensación de soledad al ver que ella me dio una mirada rápida y luego se marchó.

Si tan solo supiera que yo daría todo por ser una de esas idiotas con las que había malgastado sus palabras. Qué me moría por sus abrazos y que mi único deseo era dejar la timidez que me caracterizaba para tener el valor de sentarme junto a ella.

Aquella tarde vendría. Las actividades serian libres, pero al saber que ella asistiría sería la primera en llegar.

De hecho no me marcharía siquiera.

La frescura del prado me invadía, la sombra del árbol y el sonido producido por el viento al chocar contra las hojas me arrullaba. La flor rojiza en mi mano dividía los finos rayos del sol que se colaban entre la ramas.

Una flor similar a ella: llena de dulzura y vitalidad.

Una que en un rato estaría como yo: desolada, rota y al borde de su fin.

Aquella tarde su sonrisa estaba presente, pero no pude dejarme contagiar. Su esposo y sus dos hijos caminaban y reían junto a ella.

Los deseos de acercarme a hablarle se evaporaron rápidamente a causa del sol que era su sonrisa y solo me quedo la sed en el desierto que era mi corazón.

Desistí de todo escrutinio, ya no preguntaba en clase y volví a mi caparazón de espinas.

Tiempo después el café de sus ojos me escudriñaba, buscando quizá un indicio de mi drástico cambio, sin siquiera divisar el verdadero motivo: mi negativa a acercarme para no inquietarla con mi excesiva melancolía.

Aquellos días no me apetecía nada, ni siquiera observarla.

—¿Por qué ese cambio? —me preguntó y yo solo me limité a ignorar su interrogante.

Dejó mi examen sobre el escritorio y me invitó a sentarme. Con cada palabra que salía de su boca me hacía pedazos. Ignoraba que el dulce natural también es perjudicial. Cómo le decía que la causa de mis nostalgias era que no sabía cómo disfrutar de los pocos días de vida que me quedaban; que todo lo que deseaba antes de partir era uno de sus melosos abrazos. Sólo uno.

Cómo le decía que el motivo por el que había dejado de buscarla tenía tres siglas, una enfermedad con tres palabras que me desgarraba el alma: esclerosis lateral amiotrófica.

Su alma blanca debía continuar intacta.

El último suspiroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora