Capítulo 2

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Lord Shaw estaba cerrando la puerta. Se quitó la espada y la colgó sobre el cabecero de madera. Megan saltó fuera de la cama. Sabía a lo que venía, y no estaba preparada. No había intentado conquistarla. No le había lanzado ningún piropo. No la había seducido. Y tampoco había querido decirle su nombre de pila. Era un completo desconocido que pretendía tener sexo, y, aunque no era una mojigata, necesitaba, al menos, sentir cierta conexión, no solo atracción física. Era un extraordinario espécimen de hombre, sin embargo, era tan frío que no se lo estaba poniendo fácil para ponerse cachonda.

Lord Shaw se detuvo a su lado y le acarició una mejilla. La besó antes de que pudiera reaccionar. Fue un beso que comenzó siendo gentil hasta que la rodeó entre sus brazos. Ella se colgó de su cuello, buscando más de esos besos que calentaban su espíritu y producían burbujas en su sangre, aumentando el contacto con el cuerpo fibroso y duro.

Cuando incrementó el avance, acariciando sus curvas, lo detuvo apoyando las manos en su pecho y alejándose. Tenía algo que decirle antes de que fuesen más lejos. Mae le había recalcado cientos de veces que debía hacerlo, que sería malo que se enterara de primera mano y que debía ponerlo sobre aviso primero. También la había prevenido de que no se lo iba a tomar bien.

—Lord Shaw, tengo algo que decirte primero. —Se mordió los labios, nerviosa.

—Me llamo Calan —susurró, con voz tranquila, como si pretendiera transmitirle serenidad—. No tienes nada que temer, no voy a hacerte daño.

—No soy virgen —lo interrumpió, pensando que las malas noticias eran como las tiritas, lo mejor era arrancarlas de un golpe.

—¿Cuándo fue la última vez que te acostaste con él?

—¿Y eso qué importa?

—No quiero que dentro de una semana me digas que estás embarazada y no estar seguro de que ese niño sea mío.

Megan enrojeció. ¿Era eso lo que le había pasado con sus ex y las había matado como venganza?

—No estoy embarazada. No me he acostado con nadie en mucho tiempo.

—¿Quién ha sido?

—En realidad, han sido tres.

—¡Te has acostado con tres hombres! —gritó, demasiado enfadado como para poder contener su lengua—. Ahora entiendo que el rey quisiera librarse de ti, ordenando mi boda contigo en lugar de con lady Maeve.

—¿Qué insinúas? —preguntó, intentando ocultar su repulsa contra las hirientes palabras.

Se imaginó a Maeve contándole que estaba embarazada y no quería imaginar lo que habría pasado.

—Que comprendo que el rey ordenara este matrimonio porque nadie iba a querer casarse con una mujer mancillada de por vida. Al menos, debería haberlo sabido antes de la boda para decidir si quería aceptarte.

—¿Para decidir si me aceptabas? —repitió, incrédula—. No soy un caballo.

—No todos se casarían con una mujer arruinada.

—¡Arruinada! ¿Es que tú no te has acostado con mujeres?

—Así es, tengo mis necesidades.

—¿Y por qué yo no puedo tener las mías?

—Porque las tuyas solo las tiene que cubrir un esposo.

Megan se puso roja por la rabia, que estaba en su máximo punto de ebullición. ¡No acababa de decir eso! ¿En qué mundo vivía? Una vocecita le recordó que estaba en la Edad Media y que los hombres eran unos cavernícolas. Elevó una ceja y estuvo a punto de encogerse de hombros. No eran muy diferentes a los de su época.

La sujetó por una muñeca y la arrastró en volandas fuera del cuarto. Tuvo que correr para mantener sus pasos largos a través del pasillo, bajar las escaleras, y atravesar el salón hasta el exterior. Su corazón latía apurado, no solo por la carrera, sino por el temor de lo que ese cafre, que estaba demostrando no tener corazón, podría hacerle. Se preparó para lo peor, preguntándose cómo podría huir de esa fortaleza cerrada a cal y canto. Si tuviera el adiestramiento de Breena, ya tendría un plan de escape, para su disgusto no estaba tan preparada como ella.

Cruzaron el patio y entraron en un lugar lúgubre con unas escaleras que descendían hacia el interior de la tierra. Megan intentó soltarse, la tenía tan bien agarrada que su tentativa de resistirse fue inútil. Un guerrero los saludó cuando llegaron al fondo de las escaleras. Lord Shaw la llevó a través de un estrecho pasillo. A ambos lados había celdas oscuras y frías, algunas vacías, otras con unas figuras inmóviles que no les prestaron atención. Terminaron ante una puerta, que, cuando abrió, le permitió ver cómo un soldado estaba torturando a un hombre en un cuarto lleno de diferentes artilugios para infligir dolor. Megan se ocultó detrás del lord. No era algo que deseara presenciar. Él se hizo a un lado, le agarró la cara con una mano y la obligó a observar.

—Esto —le dijo en un susurro frío a su oído— es lo que les pasa a mis enemigos y a los que me traicionan.

Megan tragó con dificultad. Intentó mover la cara para dejar de mirar, y se lo impidió, así que cerró los ojos. Ese hombre no entendía de derechos humanos. Recordó las luchas a las que había sobrevivido desde que estaba allí y, aunque comprendía la brutalidad de esa época, seguía sin entender la tortura.

—Recuérdalo antes de traicionarme.

Se enderezó y lo retó con la mirada. Nunca traicionaría a su marido si él no la traicionaba primero.

—No me traiciones tú a mí —logró decirle, clavando sus ojos en los de él.

Su respuesta lo enfureció aún más. La arrastró fuera y la llevó hasta otra zona del castillo. Megan estaba cada vez más tensa, preguntándose qué otra sorpresa le tendría preparada. Lord Shaw golpeó una puerta con el puño y se abrió casi al momento.

—Milord —saludó una anciana sorprendida por ser arrancada de su sueño apacible.

—Necesito tus servicios —le informó—. Ponle mi marca a lady Shaw y comprueba que no esté embarazada.

—Si hago eso y está embarazada, corre el riesgo de un aborto.

—¡Me importa una mierda si aborta! Quiero asegurarme de que no voy a criar al hijo de otro.

La anciana frunció el ceño y miró a Megan con curiosidad. Era una mujer joven. No era hermosa, aunque el aura que percibía a su alrededor no solo la hacía interesante y especial, sino que atraía como la luz a una polilla. Estaba tiritando por el frío después de haber cruzado el patio nevado descalza y sin la protección de una capa. Parecía asustada de lo que fuera a hacerle.

—Venga conmigo —dijo. La cogió de la mano con firmeza y la acercó al fuego de la chimenea.

Megan la siguió con cautela. Fue consciente de que su marido se había plantado delante de la puerta, con los brazos cruzados sobre el pecho, en posición de repeler cualquier intento de huida, lo que la dejaba sin una vía de escape. ¿También iba a torturarla? Lo miró suplicante, y no se inmutó por su silenciosa petición de ayuda.

—Mi señora —la llamó la mujer, y tardó en reconocer que le estaba hablando—. Milord quiere que le pongamos su marca. Es un tatuaje que llevan todos los varones Shaw. Era tradición que, cuando tomaban esposa, ellas fueran tatuadas con la misma marca para que el resto de los hombres supieran quién era su esposo y no fuesen violadas. Le dolerá un poco.

Megan se removió incómoda en la silla. ¿La iba a marcar como a un animal o a una esclava? La furia le dio fuerzas para enfrentarse a ese destino. Le hizo el tatuaje con una aguja de punta muy fina, y permaneció impasible, sin demostrar dolor, con la mirada perdida en el fuego. No le daría la satisfacción de mostrar debilidad.

—Ahora, si os acostáis en mi modesto catre para que pueda examinaros...

La dama de hielo (La dama blanca Volumen 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora