❧ Un cambio de corazón ☙

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Seis meses fueron suficientes para diezmar la población de las metrópolis más poderosas del mundo. Las calles se transformaron en desiertos asfaltados por donde el silencio transitaba a sus anchas. El grito de la muerte brotaba del aire o surcaba los suelos y se expandía hasta los confines de la Tierra. La prole de los hombres estaba siendo erradicada sin un ápice de misericordia. Así como lastimaban a otras criaturas y se atacaban entre sí, un castigo equivalente recaía sobre ellos con el rojo furor de los oprimidos.

Cualquier rincón en el que habitaran animales atados o encerrados era destruido desde los cimientos. Todos ellos obtenían la libertad incondicional justo después de restaurarles las partes que estuviesen dañadas o les faltaran. Cientos de miles de mascotas abandonadas recibieron el techo, los alimentos y el amor que les habían arrebatado. Ninguna criatura, por insignificante que pudiera parecer, era ignorada por Samsara. Mediante las suaves manos de Sofía, la entidad Kaukeli se dedicaba por entero a sanar las heridas internas y externas de sus protegidos.

El temible ejército de híbridos, cuyo mando le fue otorgado a Yalas, estaba dividido en varios subgrupos para asediar las principales poblaciones humanas. Ocultas a plena vista, las criaturas más parecidas a los hombres se encargaban del exterminio sin ser descubiertas. Tras los ataques clandestinos, recogían los restos desmembrados de las víctimas para transportarlos a sitios seguros. Usando dichos pedazos, sus compañeros de rasgos menos humanoides se encargaban del proceso creativo. Con la aprobación del ente primario, los renacidos escogían combinaciones a su gusto para darles vida a más organismos semejantes a ellos.

Los avanzados conocimientos de los hombres sobre seguridad, así como sus poderosas armas para defenderse, resultaban insuficientes. La inteligencia de estos no rivalizaba con la de un Kaukeli. Además de ello, los años de cautiverio de Samsara le habían servido para instruirse en diversas áreas del saber humano. Aunque no podía moverse cuando el agua pura rodeaba su cuerpo, la mente permanecía activa en todo momento. Ni siquiera los dolores ocasionados por los cortes, las punciones o los golpes apagaban su cerebro. Sin saberlo, sus verdugos habían entrenado al ser que se convertiría en la peor pesadilla de la humanidad.

Quienes presenciaron la muerte de Kayla Becker nunca supieron interpretar el verdadero significado de sus últimas palabras. Los receptores a los que la joven científica hizo referencia eran seres humanos. Sus genomas contenían restos del mismo polvo estelar que les había dado origen a los Kaukeli. La sangre mestiza de esas personas contenía un alto porcentaje de afinidad química con la de los entes alienígenas. Casi podría decirse que eran parientes lejanos.

Pese a que los genes de la investigadora no tenían esas características, sus neuronas contribuyeron a que los embriones se desarrollaran más rápido. Sin estar consciente del asunto, sus impulsos nerviosos habían acelerado el crecimiento de los pequeños visitantes. El pico en la actividad cerebral mientras experimentaba emociones poderosas fue el detonante del proceso. Kayla liberó la cantidad precisa de electricidad que las criaturas necesitaban para nutrirse.

De reunirse con sus respectivos receptores, los Kaukeli podrían haber cumplido el objetivo que los guio hasta la Vía Láctea. Elaoth, la entidad que reinaba en la galaxia Kaukelar, había entregado la mitad de su esencia para que la nave ovoidal llegara a la Tierra. En sueños premonitorios vaticinó una debacle mundial en el distante planeta azul. Si bien aquello aún no sucedía cuando recibió la visión, su corazón se conmovió ante el futuro sufrimiento y las muertes de los humanos. Después de todo, ellos descendían de la misma estrella. El poder de regeneración que su raza poseía era la clave para evitar la extinción de los hombres. Debían ayudarlos.

En medio de tales cavilaciones, Samsara levantó la vista hacia la oscuridad del firmamento. «¿De verdad creíste que estos seres mezquinos agradecerían tus sacrificios, Elaoth?» A paso lento fue avanzando hasta el borde del cañón de Itaimbezinho para luego dejarse caer al vacío. Pocos metros antes de tocar el agua del arroyo Perdices, extendió las alas y comenzó a batirlas para elevarse en el aire. «Si de ellos dependiera, nuestro hogar y nuestra raza ya no existirían. Destruyen todo lo que tocan, solo les importa el poder». Una sonrisa triste colgaba de sus labios mientras observaba las copas de los árboles desde las alturas.

De sangre mestiza y polvo estelarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora