Capítulo veintiuno.

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Pese a ser el agosto más fresco en años, las calles habían caído presas de un inexplicable calor, incluso en las noches

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Pese a ser el agosto más fresco en años, las calles habían caído presas de un inexplicable calor, incluso en las noches.

Había que arrastrar los pies y limpiarse la frente un par de veces. Era una agonía transitar por el entrecruzado de calles, aunque a la gente no parecía importarle. Incluso sonreían con una bebida caliente en las manos y brindaban con los brazos en alto, enfundados en un suéter grueso. Simon sintió que estaba a punto de desmayarse ¿Acaso no les afectaba el calor de la ciudad?

No.

Es que nadie más caminaba con el infierno a rastras.

Pero iba a ponerle fin.

Finalmente llegó ante la puerta roja número nueve. Se le revolvió el estómago. El rugido del viento le susurró al oído: «cobarde». Ya había perdido la cuenta de las veces que había repetido en su cabeza las palabras que iba a decirle. Fue un ensayo de dos horas ―esta vez condujo para darse tiempo―, así que debería haberse aprendido el monólogo de memoria.

Las palabras se esfumaron de su mente al igual que el vapor al soplar la comida caliente: en un segundo.

Observó sus zapatos y echó una deprimente mirada a su atuendo ¿Reflejaría la agonía en su pecho? Le faltaba el saco, el chaleco y la corbata. Se había desabotonado los primeros dos antes de bajar del auto.

Pasó la mano por su pecho. Palpitaba con una rabia desquiciada. Apenas podía tragar saliva sin que le temblaran las piernas. Detrás de esa puerta roja estaba su futuro. Se remojó los labios, cerró la mano y tocó.

No pasó nada; no escuchó nada.

De pronto, resonaron unos pasos lentos que se acercaban a la entrada. Se le comprimió el corazón y dio grandes bocanadas con desesperación. La puerta chirrió al abrir.

Sus ojos color miel se ensancharon al percatarse de su presencia. La opaca luz del interior hizo que su rostro palideciera, o tal vez lo hizo la impresión por su inesperada visita.

Ninguno habló, probablemente porque había mucho por gritar, pero sus cuerpos eran incapaces de contener esas palabras si separaban los labios.

Los ojos de Lyla se entornaron, evidenciando el silencioso tormento que, aunque dolía admitirlo, le había causado él. Simon comprimió una mueca de amargura. Ver los efectos de su silencio y su indecisión, que opacaban el acostumbrado brillo de su mirada, le provocaba un dolor como ningún otro.

«Imbécil».

―¿Qué haces aquí? ―la pregunta le salió en un hilo de voz tembloroso.

Simon tragó saliva y se preguntó qué hacer con las manos ¿Debía ponerlas tras la espalda, a cada lado de la cintura o dentro de los bolsillos del pantalón? Imaginó que cualquiera de las tres opciones podrían malinterpretarse como que intentaba ocultar sus sentimientos, y no había hecho el viaje de dos horas por carretera para quedarse callado.

Tentando al heredero (Serie Herederos 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora