Nuevo tesoro.

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Estúpido libro. No me había dejado dormir en toda la noche. Era realmente asombroso y a la vez horrible.
Trataba de ángeles y demonios. De la salvación. De la vida y la muerte. De catástrofe.
Decía que en el mundo habitaban miles de ángeles protectores, uno de ellos era especial ya que protegía al único niño capaz de salvar a todos los guardianes, capaz de salvar la bondad, capaz de salvarlos a todos. Los ángeles oscuros revoloteaban sin cesar buscando a ese niño para llevarla al lado oscuro y deshacerse de él. Miles de niños habían muerto por ello durante siglos. Ese niño no podía ser llevado al otro lado, no podía ser capturado por los ángeles oscuros. Éstos solo quieren aniquilar a la raza humana y a los ángeles protectores para poder vivir en un mundo oscuro donde lo bueno no exista.
"Esto no se lo cree nadie." Tiré el libro y algo extraño sonó dentro de él.
"No puede ser, si lo he inspeccionando de arriba a abajo". Me incorporé y cogí de nuevo el libro. Volví a ojearlo para ver que era aquello tan extraño que había sonado. Miré al suelo con extrañeza y ahí estaba. Una pequeña piedra negra y blanca con forma de ala, la misma que había dibujada detrás del libro. Giré el libro para mirar la tapa inferior y la piedra había desaparecido de ella.
Ahora ese pequeño trozo de libro se hallaba en mi mano.
Cogí la pequeña piedra como si fuese un cachorro recien nacido, con la misma delicadeza y asombro.
Fuera llovía. Llovía a mares. Mi ventana lloraba y eso calmaba, en cierto sentido, el cuarto oscuro e inherte en el que me encontraba.
Cogí una argolla y un alicate que mi padre guardaba encima de mi armario, dentro de un maletín gris. Enganché la argolla a la piedra y agarré del segundo cajón de mi mesilla un cordoncito negro. Lo junté todo y me lo puse al cuello, no quería perderlo hasta saber por qué habia pasado todo esto. Tan pronto como me lo até al cuello, el corazón se me paró y sentí un pinchazo constante en todo el cuerpo. Me caí a la cama, no podia moverme, no podía respirar. Mis ojos se tornaron blancos, me escocían, solo queria cerrarlos y esperar el desagradable final que me traería tanto dolor.
Seguía sin poder mover una molecula de mi cuerpo. A penas podía ver, mi vista era algo oscura y, cada pocos segundos, me venian flashes como si ese impedimento visual fuera intermitente. En uno de estos momentos pude ver una mano que se acercaba a mi, sentía que quería deborarme por dentro. Pude determinar cual era el foco de esta agonía lenta, la muñeca de mi brazo derecho. Me dolía, me dolía incluso más que el resto del cuerpo, que el no conseguir oxigeno, que el no poder mover un dedo, que el pensamiento de que todo acabaría aqui.

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