Tres.

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Ruby Flint.

No andé hasta mi casa, vagué hasta ella. Me arrastré hasta ella. Pero no ande.
La gente que anda puede hacerlo, y tiene fuerzas para ello. Yo podía hacerlo, pero no tenía fuerzas.

Había dejado de llover para empezar a diluviar, pero ni siquiera eso hizo cambiar mi actitud.

Max me esperaba en el sofá, pero cuando me vio entrar se lanzó a mis piernas. No quería decepcionarle, así que le acaricié, pero ni siquiera para eso tenía fuerzas. Paré, porque si lo hacía mal le decepcionaría.

Me tumbé en el sofá y me tapé con la manta hasta la nariz. Intenté acurrucarme lo máximo posible, con la estúpida idea de que si empequeñecía, desaparecería. Al menos escaparía de la mirada de la gente.
Y eso quería hacer. No quería que nadie me viese.

Lloré en silencio, sin hacer el más mínimo ruido. Me lamenté en silencio.
Y recé en silencio.
Antes rezaba porque mi madre volviese, pero esta vez recé porque no lo hiciese. No quería que volviese, porque no quería que me viese, menos así. Ella confiaba en que llegase a ser alguien importante en la vida. Confiaba en que conseguiría todo lo que quisiese. Y aquí estoy. A las seis de la mañana tumbada en un sofá polvoriento, dentro de cuatro paredes a las que ni siquiera podía llamar casa, llorando. Llorando porque se me olvidó la fecha de la muerte de mi madre.
¿Qué se sentirá? Decepción, claro. Siempre decepcionaba a todos, y estaba harta.

-No quiero que vuelvas, nunca.

Porque no quería decepcionarla más, pero era inevitable que pasase.

Me desperté, sin sentir nada. Me levanté, sin sentir nada. Doblé la manta y la coloqué en una esquina del sofá, sin sentir nada.

Era como haber muerto, pero seguir respirando. Mi alma estaba muerta, pero mi cuerpo no. Era horrible.

Entré al baño, pero enseguida salí de él. Salí de casa y fui al contenedor más cercano. Busqué entre la basura hasta dar con mi objetivo. Sabía que estaba allí porque días antes me había llamado la atención. Un cubo de plástico, no muy hondo, pero lo suficientemente amplio para lo que quería.
Volví a mi casa y entré al baño. Cerré la puerta con pestillo, cosa que nunca hacía. Ni siquiera lavé el cubo, se veía limpio. Lo llené de agua y me metí en él.

Estuve allí una hora, sin llorar, sin sentir. No me lavé. Simplemente estuve allí, metida en el agua helada durante una hora. No pensé en nada, pero nada era demasiado.

Me salí cuando la cabeza me empezó a doler del frío. Me sequé y abrí el armario. No me fijé en lo que cogí, pero me lo puse, y sin mirarme en el espejo salí cargando con el cubo de agua. En el salón se derramó un cuarto, y en la cocina, otro. Al salir a la calle quedaba la mitad. Lo lancé lo más lejos que pude, y volví a entrar.

Fregué el suelo del salón y de la cocina.

Mi aspecto debía de dar verdadera pena. Llevaba tres días sin comer, llorando si parar y con la coleta deshecha. Me toqué el pelo para comprobarlo. Sí. Pero volví a bajar los brazos y lo dejé así. Si por mí fuese hoy no haría nada.

Me acerqué a la cocina con cuidado, pisando únicamente las zonas de suelo ya secas. Fui al frutero y cogí una manzana. Me la comí en menos de un minuto. ¿Tanta hambre tenía?
Podría haber muerto y no me hubiese enterado. No me importaría.

Miré el reloj. Eran las ocho de la mañana. Bufé.
Volví al baño y cogí el uniforme. Me quité la ropa que llevaba y me lo puse. Estaba lleno de barro y mojado. Me dio igual.

Salí a la calle con la mochila y fui al instituto. No fui rápido, porque ni siquiera podía andar, menos correr. Además, llegaría tarde de una forma u otra.
Pasé frente al cementerio sin inmutarme siquiera. ¿Ni esto podía sentir?
Subí las escaleras del instituto y empujé la puerta de cristal para entrar. Los pasillos ya estaban vacíos, todos en sus respectivas clases. Fui a mi taquilla a por los libros, los cogí y su peso me tambaleó. Los agarré con fuerza, lo que menos quería ahora era dar un espectáculo.

La clase ya había empezado, pues se oía desde fuera. Dudé en darme la vuelta y volver a mi casa, quedarme allí tumbada todo el día, con Max a mi lado. No, mentira. No lo dudé. Llamé y entré.
Me quedé parada delante de la puerta. Los alumnos se reían, claro.
El profesor me miraba amenazante, claro.

-¿Se puede saber que le ha pasado? -preguntó.

No respondí, porque no quería. Cerré y caminé hasta mi sitió. Los alumnos volvieron a estallar en risas, pero esta vez, las risas eran a mi favor.
El profesor me miró, esperando que respondiese a su pregunta, pero a los cinco minutos se rindió, y siguió con su clase.

No presté atención porque no necesitaba hacerlo. El libro que estaba leyendo trataba sobre esto mismo, pero él lo explicaba mil veces mejor que el profesor.
Tampoco lo hice porque seguía sin sentir nada.

Me dolía la cabeza y me pitaban los oídos. Por suerte sonó la campana. Todos salieron disparados a la cafetería, pero yo me quedé en el aula, tranquilamente, recogiendo mis cosas.

-Ruby -me llamaron por detrás.

Me giré y allí estaba la profesora de historia, con cara de preocupación.
La había decepcionado.

-Ayer no viniste a clases y hoy, bueno -me señaló con una mano-. ¿Estás bien?

-No.

Me sorprendió lo segura y clara que sonó mi voz.

Me levanté y cogí mi mochila, me la colgué al hombro y me fui.
La profesora de historia era una buena mujer, simpática y alegre, pero no quería hablar con nadie.

Fui hasta la cafetería. Con una bandeja me puse a la cola, detrás del último alumno. Un chico pelirrojo y alto, que parloteaba animadamente con su amigo, el cual iba delante suya. Hasta oírles hablar me daba jaqueca.
Cogí una manzana, que era a lo único que alcanzaba, y me fui.

Salí al patio del instituto, pero había demasiadas personas. Pensé en ir a la biblioteca, pero con solo hacerlo me empezó a doler el pecho. Busqué en el patio algún lugar en el que hubiese poca gente. Encontré un árbol, robusto y vacío. Arrastré mis pies hasta él y me senté apoyando la espalda en su corteza. Le di el primer bocado a la manzana, y lo mastiqué con cuidado, saboreándola.

Tres chicas se acercaron a mi. La primera, rubia y preciosa, carcajeó frente a mi cara.

-¿Qué te ha pasado?

Sus dos amigas rieron.
Sus risas me provocaban dolor de cabeza. Miré al suelo y apreté la manzana con fuerza.
La oí tomar aire para decirme algo más, pero no lo hizo. Levanté la vista y vi a un chico, cogiéndola de la cintura y susurrándole algo al oído. Ella volvió a reír y me pitaron los oídos.
Me levanté y me fui. ¿Qué pensaría mi madre? La habría decepcionado.

Las clases pasaron, y con ellas, la mañana. Todos salieron corriendo, pero yo de nuevo, me quedé recogiendo, junto al profesor. Normalmente me hubiese despedido, pero esta semana no me encontraba bien, así que simplemente me fui.
Caminé hasta mi casa, pero no por las calles principales, sino por los callejones. No tardé mucho más que si hubiese seguido mi camino de costumbre.

Abrí, entré y cerré. Le di de comer a Max, no me acordaba si lo había hecho antes.
Me quité el uniforme y me puse la ropa que hace algunas horas me había quitado. Estaba arrugada y mojada, pero me dio igual. Cogí el cubo y lo llené de agua, no mucho, solo un cuarto. Metí en él toda la ropa sucia y la empecé a lavar. No tardé más de quince minutos. No podía sacarla fuera para que se secase, así que coloqué una cuerda que atravesaba la cocina de extremo a extremo y colgué allí la ropa.

Me senté en el sofá y me quedé mirando el piquete de la pared.

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