La Ciudad del Silencio

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El capitán Harris Bones sabía que no aguantarían muchos días más en esas condiciones. Llevaban navegando por aquel interminable mar cristalino durante cuatro semanas. Habían escapado por los pelos de que un barco hostil los abordara en su trayecto por el Mar de Egeon. Para ello habían alzado todas las velas y se habían desviado de la ruta establecida, dejándose llevar por inesperadas y repentinas corrientes de aire que los ayudaron a dejar atrás a sus enemigos. En un principio, el capitán Bones bendijo dicho acto de los dioses, pero tras ver que esas mismas corrientes los precipitaron a una espesa niebla que los desubicó por completo, dejándolos perdidos en mitad del mar, cuestionó si en vez de salvaros no los habrían arrastrado a las puertas de la muerte.

Las reservas estaban al límite y el capitán había establecido un racionamiento estricto que se basaba en un pequeño trozo de rape seco junto a unos cuantos buches de agua mezclados con vinagre para evitar la deshidratación por culpa de aquel rojizo sol que se alzaba en el cielo. Los hombres apenas se movían ni hablaban, reservando las pocas fuerzas que les quedaban y usándolas para no caer desfallecidos.

El capitán Harris estaba en la proa del barco, se sacó un mugriento pañuelo del bolsillo y se secó el sudor de la frente. Luego miró hacia las serenas aguas que no se habían perturbado desde que entraron en ellas, ni siquiera se había movido una mísera corriente de aire. El capitán se preguntó si tal cosa era posible. Esa monótona tranquilidad de las aguas y los vientos no eran naturales. Durante veinte años en los mares creía conocerlo y entenderlo, pero se equivocaba. Miró de nuevo a sus hombres. Observó cómo la muerte los acechaba, susurrándole a sus oídos que pronto se acercaría sobre cada uno de ellos para reclamarlo. Maldijo de nuevo su suerte y a punto estuvo de desear que aquellos piratas los hubieran abordado.

―Capitán―dijo un hombre delgado de vibrante mirada que bajaba del puesto de vigía. Era Verin, el único entre la tripulación que parecía tener algo más de vida que el resto―. Capitán―dijo de nuevo acercándose. El capitán Harris vio la cara del hombre iluminada de alegría―, mire hacia el este, mire. Estamos salvados, mi capitán. Los dioses nos han ayudado.

El capitán Harris agarró el catalejo y apuntó hacia la dirección en la que Verin le indicó. No podía creer lo que veían sus ojos. A lo lejos había un pequeño resquicio de tierra sobre el que se alzaban brillantes edificios con alargadas torres blancas y debajo de estas un sin fin de casas cuyos tejados eran de un rojo tan brillante como el sol. Un profundo éxtasis de alivio inundó la cubierta. Los hombres, pese a la debilidad y las pocas fuerzas que tenían, celebraron el avistamiento de tierra tras un mes perdidos en la terrible serenidad a la que se habían visto arrastrados. El capitán dio las gracias a Verin, pues el joven había sido el único que había mantenido un espíritu incansable de encontrar una salvación y no había cesado su tarea de vigía. Sus compañeros le dieron agradables palmadas en los hombros, felicitándolo por su persistencia.

Cuando se encontraron a un par de kilómetros de la isla, y sus detalles se empezaron a ver con mayor claridad, los tripulantes se quedaron con la baba caída, observando un paisaje que parecía sacado de un sueño. El capitán Harris no dio crédito ante la incomparable majestuosidad de las torres blancas que se alzaban al cielo con una excesiva altitud y delgadez, dando la sensación de agujas que quisieran pinchar el cielo. Debido a la cercanía a la que se encontraba pudo ver mejor la masa de casas que reposaban a los pies de las torres. Todas desprendían un radiante sensación de tranquilidad y los rojizos tejados parecían estar hechos de puro rubí que reflejaban la luz del Sol. Adentrándose en el mar había un pequeño embarcadero. El capitán se extrañó al no ver ningún tipo de vida en las inmediaciones. Con el catalejo volvió a mirar hacia el pequeño embarcadero y las casas costeras,

pero no encontró ni rastro de vida alguna. ¿Dónde estaba la gente? Se preguntó extrañado, pero ¿quién se iba a imaginar que encontraría semejante isla en mitad de aquel extraño mar al que habían ido a parar? Puede que en esa isla no recibieron muchas visitas y que aquella parte del puerto solo fuera usado a primera hora por los pescadores, cayendo luego en el olvido. También cabía la posibilidad de que hubiera otro puerto, el principal, en la costa opuesta de la isla.

Ciclo de LevionDonde viven las historias. Descúbrelo ahora