VIII

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Mansión Blackthorn, Eroda.

—¿Estás seguro de que no hay ninguna otra manera de recuperar mis recuerdos?

As apartó la mirada del cristal de la ventana para clavarla en la figura expectante de Alexander, encuadrada bajo el umbral de la puerta. Pequeños copos de nieve caían contra el vidrio empañado. As vestía ropas humanas, al igual que Alexander, y él se preguntó si parecía tan fuera de lugar con su nueva vestimenta como As. Tal vez nadie había notado la diferencia porque eso era a lo que habían estado acostumbrados antes de que volviera a Eroda. Pero él sí lo había notado. La tela lo constreñía y le apretaba las muñecas, los tobillos, la cintura y los glúteos. Cada vez que movía la espalda, la tela se movía al mismo tiempo. La chaqueta lo asfixiaba al nivel del cuello. La ropa erodana lo estilizaba pero lo encerraba, mientras que la moda ática siempre había dado preferencia a las prendas holgadas, las túnicas y los monos.

—Sólo el agua del Lete puede devolverte lo que te han quitado —respondió As con tristeza—. Lo siento.

Alexander entró al pequeño saloncito y cerró la puerta silenciosamente. Se sentó en una silla de cuero verde y clavó los codos en las rodillas con un suspiro. Se pasó una mano por el rostro antes de devolver su atención a As.

—Todos me cuentan historias de Alec, este chico huérfano y pobre que encontró su lugar en el mundo pero luego lo perdió. Y sé que en el fondo soy yo, lo sé, pero se siente como un extraño. Jace siempre me mira fijamente, con esperanza, como si creyera que en cualquier momento fuera a recordar. Y, así, todo volverá a la normalidad. Y me pregunto si mi madre ha borrado todo lo que yo era o si hay algún residuo en mí de ese Alec al que pueda aferrarme.

Alexander inspiró bruscamente y entrelazó sus manos para disimular el tembleque nervioso de estas. As lo inspeccionó en silencio.

—Sé que era músico pero también un soldado y un mozo de cuadra. Sé que era callado e irónico y a veces incluso frío. Sé que Jace es como mi hermano y que tengo una casa en un palacio en un acantilado. Sé que tenía amigos y una vida. Sé que durante la guerra casi muero y ese tal Marco me capturó y envenenó. Sé que escondí qué era durante muchos años. Sé que tuve sentimientos por Magnus —dijo Alexander—. Pero no sé quién soy ahora mismo.

Todo eso y más había conseguido recopilar preguntando a sus antiguos amigos durante la última semana. Entendía por qué Alec había querido a Jace como a un hermano: era gracioso y vanidoso, leal y comprensivo. Miraba a Alexander como si le debiera la vida y eso hacía que su interior se calentara. Con él se sentía a salvo. También sentía una fuerte impulsividad por contarle todo lo que se le pasaba por la cabeza o le preocupaba. De alguna manera, su cuerpo lo reconocía y le decía a su mente olvidadiza que podía confiar en él.

Pero no importaba cuántas anécdotas Jace le contara, ninguna era la pieza clave que completaría el puzzle de su memoria. Había guardado la esperanza de encontrar un recuerdo catalizador que hiciera que el resto volviera como un relámpago a su mente, pero no había ocurrido. Seguía teniendo enormes lagunas mentales. Todas esas historias nunca estaban escritas en primera persona.

Por otro lado, echaba de menos Ática y odiaba sentirse así. Su madre y su hermana habían roto su confianza y le habían traicionado y aún así Alexander las extrañaba con toda la fuerza de su corazón. Cuando cerraba los ojos se refugiaba en el abrazo imaginario de su madre o las sonrisas traviesas que compartían Isabelle y él cuando cenaban en familia. Era agotador levantarse por la mañana sólo para decepcionar a muchas personas que sólo querían que volviese aquel Alec que conocían. Era un intruso y un extraño, tanto en Eroda como en Ática. Pero por lo menos en Ática había vivido pensando que sabía quién era. Se preguntaba qué era mejor, el conocimiento de no saber nada o la ignorancia de saberlo todo.

heres argenteus « malec Donde viven las historias. Descúbrelo ahora