Big Bang.

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Protegida por una máscara de metal, las manos enguantadas y su traje espacial, Alba estaba arreglando una fuga en uno de los invernaderos que la NASA tenía en Marte. En tan solo una semana, habría pasado un año desde que puso un pie allí; desde que se alejó de la Tierra que la había visto nacer, crecer y a punto de destruir el espacio tiempo. Desde que tomó la decisión de sanar su cabeza y su corazón.

Llevaba un año con un puesto de ingeniera, admirando la belleza que escondía el planeta rojo, nombrado así hacía siglos por el dios de la guerra en la mitología romana—y Ares en la griega—. Caminando por su superficie de polvo rojo que, siempre, se quedaba adherido a su traje de color negro (diferenciando su oficio de ingeniera) y que ya ni se molestaba en sacudir. Al igual que sus botas, cuya suela hacía ya mucho que dejó de ser de una tonalidad tan oscura como un agujero negro o el mismo espacio atestado de estrellas.

Un año repleto de videollamadas desde el módulo que compartía con Arnau y Abril, dos hermanos mellizos que compartían su pasión por el espacio tanto como ella. Su familia no había pasado ni un solo día sin llamarla. Julia tampoco. A pesar de los ocupados que estaban, cada día—o cada dos—, a la misma hora, la pantalla de su tableta se encendía y sus seres queridos la saludaban con efusividad. Alba echaba de menos la Tierra, por supuesto, pero no cambiaría el año que estaba a punto de pasar en Marte. Poder estar allí, aprendiendo de gente veterana, manteniendo las instalaciones, los aparatos, etc; incluso aportando ideas, había sido una decisión acertada.

—Sellado. No le metas tanta presión al tubo si no quieres que vuelva a ceder, Davinia—le indicó a la rumana en un perfecto inglés.

La chica alzo el pulgar dándole el OK. Suficiente para que Alba se diera la vuelta, dejando las huellas de sus pasos sobre la superficie, para entrar al interior de la cúpula donde pasaba el día—y a veces las noches—junto a los demás.

En total, eran doce alumnos de distintas nacionalidades. Tres españoles, una rumana, dos alemanes, una coreana y cinco estadounidenses. Luego estaban los veteranos, que eran sus tutores, cinco y con un departamento diferente para cada uno. La tutora de Alba se llamaba Laura. Llevaba en Marte cinco años y le había dejado a nuestra protagonista un millar de lecciones desde que había aterrizado allí.

En el interior de la cúpula—que era prácticamente transparente y dejaba ver el amarillento cielo de Marte suspendido sobre sus cabezas—estaban sentadas en una mesa, con una taza de café, Abril (su compañera en el módulo) y Jiyu. Charlaban en español, mezclándolo con el coreano de la segunda, animadas. Alba no quiso acercarse, seguía dándosele fatal socializar a pesar del tiempo que llevaba allí. Además, le dolía un poco la cabeza.

Lástima que Abril la viera antes de que se escabullera de la escena y la llamase con la energía de cada día. A veces le recordaba a Eider. A la Eider que ella había conocido, la que se metía con ella a diario junto a Julia y con la que había sido tan sencillo formar una amistad. Una que, después de los eventos con la máquina del tiempo; y su posterior destrucción, ya no existía. Con Abril era diferente, porque con ella la amistad no había cuajado, para Alba era simplemente una compañera del master.

—Le decía a Jiyu que se pasase esta noche por nuestro módulo. Arnau pasará la noche fuera también—se retiró de la coreana, que se limitó a esbozar una tibia sonrisa.

¿Le estaba diciendo sutilmente que se pirase de su habitación? Las miró a ambas, preguntándose en qué momento habían empezado a follar.

—¿Y dónde me meto? Ni de coña, Abril.

Dejó su escafandra sobre la isla de la cocina improvisada. Dentro había oxígeno y gases no tóxicos y podían prescindir de ella.

—Solo será esta noche, Alba. Venga, enróllate. Hazlo por una colega. ¿Por una compatriota?

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