Anual.

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Los médicos habían sido muy exigentes con el tratamiento tras su salida del hospital. Y si se olvidaba de algo, tenía a Eider para recordárselo. Una de las prohibiciones—obvias—era el alcohol. Alba nunca había sido alguien acostumbrada a beber, solo lo hacía en ocasiones especiales como cumpleaños, cenas de empresa o una fiesta a la que Julia, siendo el máximo de lo social, la hubiera arrastrado obligada. Y por supuesto en Fin de Año. Toleraba poco el alcohol, no era un problema aquella prohibición. Pero por primera vez le estaba costando seguirla. No es lo mismo brindar con champan o cava, que hacerlo con un licor sin alcohol.

Mientras toda su familia chocaba su copa a minutos de que dieran las campanadas por la pantalla, Alba se quedó mirando su copa rellena del licor naranja que había sido su acompañante durante todas las fiestas. Estaba rico, más que el champán, pero se le hacía extraño.

Volvió a empaparse de cada detalle que la rodeaba. La mesa recogida, a excepción de unos trozos de turrón y varios polvorones en una bandeja dorada, su familia repartida por el salón con las dos presentadoras que se pelaban de frío en la Puerta del Sol de fondo: sus abuelos en una esquina susurrándose y riendo juntos, Natalia sentada en uno de los sofás hablando con su hermana, sus padres sonrientes bebiendo la tercera copa de vino de la noche. La luz ambiental era de un suave anaranjado que recorría la estancia por completo con un ligero patrón de luces en espiral. Cambió al mismo tiempo que lo hicieron las de la televisión, a un azul apagado. Ella, que estaba sentada en la silla más cercana a la puerta que daba al jardín, se levantó copa en mano, para acercarse a sus abuelos.

—No quería interrumpiros—se disculpó cuando su abuelo la miró alzando sus pobladas cejas blanquecinas.

—No lo has hecho, cielo. ¿Qué pasa?

—Nada. Solo quería... ¿Puedo daros un abrazo? —preguntó con una empequeñecida sonrisa.

—Pues claro—contestó su abuela abriendo sus brazos.

Toda la familia sabía que Alba no era una persona extremadamente dada a las muestras de cariño, que rara vez las pedía. Por eso, cuando ocurría, nunca se las negaban. Además, por ese motivo, para todos los miembros de la familia, había sido una grata sorpresa que se mostrase tan cercana, amorosa y abierta con Natalia.

La realidad detrás de aquella petición de abrazo, en realidad, era otra. Eran los miedos de Alba materializándose. El mayor de todos, y el verdadero motivo: que cuando dieran las doce, cuando la última campanada sonase y su eco se perdiera en el aire nocturno de aquel Madrid de 2110 al que había vuelto, todo se esfumase y despertase de aquel letargo sueño. Llevaba todo el día notando una extraña vibración en su cuerpo. Una que le resultaba familiar. Las pruebas que Eider había pedido por aquel desmayo, pocos días antes, estaban programadas para el 7 de enero. Una fecha que no creía que fuera a vivir en aquella realidad en la que, intuía, le quedaba poco tiempo.

Se apretó a sus abuelos en aquel sofá tan familiar, pero que, al mismo tiempo parecía tan irreal, y permaneció con los ojos cerrados durante unos segundos demasiado efímeros. Su abuela dejó un beso de temblorosos labios sobre su frente; su abuelo, otro abrazo capaz de curar cualquier enfermedad del corazón.

—¿Te ha afectado la navidad, cielo?

—Algo así, abuelo. Creo que todo el tema del coma me ha hecho valorar más lo que tengo aquí, en la Tierra.

Recalcó más para ella el lugar en el que se encontraba.

—Iba a decir que estás rara, pero nunca ha sido más cariñosa con nosotros que ahora. Así que voy a aprovecharme de esta abuelitis repentina—rio su abuela, sin dejar de acariciar su hombro a través del jersey.

Big BangDonde viven las historias. Descúbrelo ahora