CAPÍTULO 3: Legado.

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Al día siguiente - 09:11.


El edificio Hale se alzaba como una de las estructuras más imponentes del distrito financiero de Londres. Vidrios oscuros reflejaban la luz de la ciudad, proyectando una imagen de invulnerabilidad y control. La entrada, flanqueada por columnas de mármol negro, daba paso a un vestíbulo donde cada detalle, desde la alfombra persa hasta los candelabros minimalistas, estaba pensado para imponer respeto. No había cuadros de paisajes ni concesiones al arte sin propósito; solo líneas rectas, superficies pulidas y la silenciosa presencia de hombres trajeados que entendían que aquí no se hablaba sin razón.

Yo había crecido entre estos pasillos. De niño, mi padre me traía a su oficina y me enseñaba, con voz pausada y mirada gélida, cómo el poder no se obtenía, sino que se construía. Edward Hale no fue el fundador del imperio; ese mérito le pertenecía a mi abuelo, Magnus Hale, un hombre con la visión de transformar una firma de corretaje en un conglomerado que abarcaría desde inversiones inmobiliarias hasta farmacéutica y moda. Pero fue mi padre quien lo llevó al siguiente nivel. Él no era un hombre creativo, pero sí despiadado. Donde mi abuelo veía oportunidades, él veía números. Y donde mi padre veía números, yo veía patrones.

El despacho de mi padre había sido redecorado tras su muerte, pero la esencia seguía allí. Los libros de estrategia financiera en los estantes, la pluma de oro que nunca usó pero que mantenía sobre su escritorio como recordatorio de su éxito. A veces me preguntaba si había sentido lo mismo que yo cuando miraba la ciudad desde estas ventanas: esa mezcla de control absoluto y un aburrimiento difícil de ignorar.

El salón de reuniones en el piso 34 tenía ventanales de cristal que ofrecían una vista imponente de Londres. Pero para mí, todo era simplemente una proyección calculada de poder: la altura, la frialdad del mármol, la precisión del reloj de pared.

Frente a mí, un grupo de inversionistas exponía cifras y proyecciones con la emoción seca de quienes ya han visto demasiado dinero moverse. Tamborileé los dedos sobre la mesa de caoba, impaciente. El mercado inmobiliario me resultaba predecible, y los números que arrojaban los analistas no eran más que variables en una ecuación que ya había resuelto en mi cabeza.

- El sector ha mostrado un crecimiento del 3.4% en el último trimestre, con una expectativa de retorno del 12% anual en los desarrollos de la periferia –dijo uno de los consultores, con la voz monótona de quien repite datos más por protocolo que por convicción.

Exhalé, entrecerrando los ojos.

- Eso es una falacia. –sentencié con indiferencia, apoyándome en el respaldo de mi silla– Los desarrollos de la periferia son apuestas a largo plazo que dependen de una estabilidad económica que no existe. No me interesan inversiones basadas en optimismo ciego. Quiero cifras reales.

Los inversionistas intercambiaron miradas incómodas. Sabían que no toleraba rodeos. A mis 29 años, mi historial en adquisiciones y movimientos bursátiles me convertía en un depredador financiero. Para mí, los negocios eran una partida de ajedrez donde solo movía fichas cuando el jaque mate era inevitable.

- Tenemos otros sectores en evaluación. –intentó suavizar otro socio– Tecnología, la industria de alimentos... incluso moda. Marquesina ha tenido un repunte significativo este año.

Hice un leve gesto de interés ante la mención, pero no comenté nada. Sabía que mi control en esa empresa era sólido, pero aún no era el momento de intervenir directamente.

- Evalúen tecnología y farmacéutica –corté– Los bienes raíces están descartados. Envíenme informes detallados antes de la medianoche.

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