Capitulo 3

58 7 7
                                    

Después de haberme encontrado con Shawn necesitaba despejar la mente. Mi día ya se había arruinado teniendo que madrugar, así que de nada serviría volver a la cama. No me volvería a dormir. Hacía tiempo que mi sueño era muy irregular, no conseguía conciliar el sueño con facilidad y no dormía mucho, ni seguido. Así que hacía un tiempo que también tomaba unas pastillas que en su día le había facilitado un médico de confianza de mi madre para ayudarme con estos problemas de insomnio. Si he de ser sincera, noté la diferencia en cuanto las probé. Pero tampoco era algo grandioso ni súper mágico, no era algo de que me sentía caer en los brazos de Morfeo, definitivamente no. Echaba de menos esa época en la que era meterme en la cama, abrazar mi oso rosa y quedarme dormida, y dormía todo de seguido. Al día siguiente cuando me levantaba no había ojeras que ocultar bajo kilos de maquillaje.

Resople y me metí en la ducha, puse el agua a temperatura templada, una ideal para la piel de mi cuerpo pero demasiada fría para mi. Moría por girar un poco la manibela y dejar que el agua ardiendo cayera por mi cuerpo. Me daba igual si después parecía un pollo rojo cuando saliera del agua, simplemente era perfecta esa sensación de calor que se adueña de ti entera. Pero pensé en lo que diría mi madre si se enterara de ese pequeño gusto que me daba y que me perjudicaría, conté  hasta tres y aguante esa ducha fría. Cuando salí me puse unos vaqueros negros, una camisa blanca y mis botines negros de tacón. Me alise el pelo, en nada me lo tendría que cortar para que volviera a estar por la barbilla, casi me llegaba a los hombros, si algo había tenido de pequeña que me encantaba, es que el pelo me crecía súper rápido. En apenas un mes me podía crecer de casi cinco dedos. Me coloqué mi maquillaje y salí del baño.  Recogí la habitación, colocando todo a consciencia, tuve que mover las cosas varias veces de sitio porque no me gustaba como quedaba ninguna de las veces que lo coloque.
Salí de la habitación y el olor a café me envolvió, al parecer ya no me encontraba sola en casa, a buenas horas, ya podría haber llegado antes para que abriera la puerta y que yo me hubiera podido quedar en la cama. Entre en el salón, para mi sorpresa no era mi padre quien se encontraba ahí, ni mi hermana ni su pareja.

-Hola galletita- Mire a la persona que tenía delante. Sus ojos azules me estudiaban en silencio, pero cargaban en ellos todo el amor que cabía en su cuerpo, la ternura infinita y supe por cómo me miraban, que me entendían. Su pelo blanco, con sus pequeñas ondulaciones, le llegaba hasta los hombros. Vestía un vestido lleno de colores, gritaba alegría por todos lados, que era lo que era ella, mi abuela Valeria. La madre de mi padre, la mujer más valiente que jamás había conocido. Saco a su familia adelante sola, ya que mi abuelo murió años atrás y dejo una familia llena de deudas.

-Abuela que haces aquí?- Note como las manos me escocían.

-No te quedes ahí parada niña y ven a abrazarme- No hizo falta que me lo repitiera dos veces, me acerqué a ella y la estreché entre mis brazos. No iba a perder otra vez esa oportunidad, ya lo había hecho. Noté como ella también lo hacía, me apretaba contra su cuerpo y pasaba una de sus manos por mi espalda acariciándomela. Olía a lavanda, siempre olía a eso, no había cambiado. Pero si noté que había ganado más peso, que nuevas arrugas habían adornado su rostro. Y noté un pinchazo en el corazón, culpabilidad. Porque me hubiese gustado ver esos cambios por mi misma año tras años y no después de un salto temporal tan grande como el que había transcurrido.

-Hola abuela...yo...- Me alise la camisa y me moví algo inquieta.

-Tu padre me dijo que te habías quedado sola, ya que los demás marcharon a hacer cosas, así que vine a traerte galletas recién horneadas! Llevan nutella! Como a ti tanto te gustan!- Mi abuela se separo de mí y saco la bandeja del horno y repartió las galletas por un plato, había un montón. No se que manía tienen las abuelas de hacer comida para un ejército entero, y aún así sobraría. No era capaz de decirle que no tomaba azúcar ya, que mi cuerpo no me permitía tomar tantas calorías y que después de este desayuno tendría que matarme a hacer deporte. Que aunque me encantaría devorarlas todas la culpabilidad me ahogaría después, y que en mi cabeza estaría la voz de mi madre regañándome por esto. Uno. Dos. Tres. Respira.

INEFABLEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora