Capítulo 18: Hospital

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En cuanto logré recuperarme, corrí lo más rápido que pude de vuelta hasta el hotel, de la forma más apresurada que me permitió mi condición física y mi estado de borrachera.

Cuando llegué allí, el cielo ya se estaba esclareciendo y el sol comenzaba a hacer presencia.  Mis compañeros de banda aún seguían dormidos cuando entré a la habitación y comencé a meter cosas dentro de mi maleta de forma acelerada.

Alex, luego de protestar y pestañear repetidas veces, se sentó en su cama y me miró, somnoliento.

—¿Qué haces? —me preguntó en medio de un bostezo.

—Me voy a Nueva York.

Al decirlo, Alex abrió mucho los ojos.

—Amigo qué haces, ¡el próximo sábado tenemos un concierto! —profirió entre susurros furiosos—. Despertaré al resto y entre todos te detendremos. No puedes irte.

Alex, decidido como era, se encaminó a la cama de Steve, pero antes de que pudiera hacer nada, corrí hacia él y lo detuve tomándolo por un hombro.

—No entiendes, Alma está herida, está en el hospital. Por favor, necesito ir, necesito verla —mientras decía todo eso, sentía como mi corazón latía con furia dentro de mi pecho—. Por favor —volví a repetir, mirándolo a los ojos.

Me sostuvo la mirada por lo que me pareció una eternidad, hasta que finalmente suspiró y negó con la cabeza, exasperado.

—Solo vete —expresó de forma resignada, encogiéndose de hombros—. No diré nada.

¿Podía alguien tener un amigo mejor que ese? Conmovido, lo sorprendí con un entusiasta abrazo, mientras lo sacudía y le palmeaba la espalda.

—Tranquilo, Rex —rió—. Solo intenta volver antes del sábado —señaló más serio.

—Lo intentaré —contesté.

—No. Prométemelo —se cruzó de hombros.

—Lo intentaré —repetí, y una sonrisa burlona se formó en su rostro.

—No tienes remedio.

No volvimos a saludarnos, ya que luego de decirme eso Alex se dejó caer otra vez sobre su cama como un pesado —y dormido— costal de papas. Lo tomé como el fin de nuestra charla.

Apresuradamente tomé la maleta que había preparado con anterioridad, mi billetera y mi celular. Abordé un taxi para llegar al aeropuerto, y una vez allí compré el primer boleto de avión que me ofrecieron a Nueva York, el cual era clase media. No me molestó, simplemente me pareció curioso. Debido a la popularidad de la banda, hacía años que no viajaba en esa sección.

Me cubrí lo más que pude el rostro haciendo uso de mi capucha, y me coloqué también unos lentes oscuros. Me sentí algo tonto por usar esos lentes dentro del aeropuerto, donde no había sol, pero ya estaba acostumbrado a usarlos siempre, la situación lo ameritaba.

Sentado en una incómoda banca, esperé dos interminables horas hasta que por fin pude subir al avión. La chica encargada de revisar mis documentos casi se muere de la sorpresa en cuánto leyó mi nombre, quizá en otras circunstancias le habría regalado un guiño y una sonrisa coqueta, pero estaba tan nervioso y preocupado apenas le presté atención.

El vuelo transcurrió tranquilo y sin complicaciones. Me tocó del lado de la ventana, y para mi suerte me senté junto a una amable ancianita, llamada Amanda, que conversó conmigo durante todo el viaje.

—No, no tienes que hacerlo de esa forma —me reprendía mientras yo intentaba tejer al crochet unos guantes para su nieta.

Me quitó de las manos los guantes y en unos ágiles movimientos tejió más que yo en dos horas.

La redención de los adictos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora