Capítulo 19: El Día Clave

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Pasé la noche en vela vagando por el hospital y no abandoné el reciento hasta el día siguiente, en que los médicos —tras unos exhaustivos estudios— le comunicaron a Alma que ya podía volver a su casa. Ese día permanecerá en mi memoria para la eternidad, debido a su final maravilloso, pero no vamos a adelantarnos a los acontecimientos todavía.

La noche anterior al Día Clave, como yo lo bauticé, me la pasé teniendo desagradables encuentros con Jees en los diferentes pasillos. Tenía la esperanza de poder entretenerme charlando con Amanda, pero debido a su edad, la madre de Alma la llevó como huésped a su propia casa para que pudiera dormir. Ágata no me llevaba precisamente en el corazón, por lo que no intenté conversar con ella durante la velada, y menos lo haría con Jees. Drew era un caso perdido, usando una mochila como almohada, dormía a todo su ancho en uno de los bancos, e incluso roncaba un poco.

De ese modo, aburrido y con bastante sueño, me la pasé deambulando por los diferentes pisos del hospital hasta que me topé con un pabellón que llamó mi atención por  destacar sobre el resto. Dicho lugar desentonaba ya que, a diferencia de los otros, era colorido, tenía alfombras con dibujos por toda la zona, paredes adornadas con divertidos murales y una serie de juguetes desparramados por el piso. Incluso el ambiente transmitía una vibra diferente. Fue el único pabellón en donde no escuché ni un solo sollozo.

—¿Qué es este lugar? —le pregunté a un enfermera que pasaba cerca de donde yo me encontraba.

—Es el pabellón de niños enfermos —se dirigió a mí de forma amable la misma. Era corpulenta, y debería tener unos cuarenta y tantos años. Llevaba su rizado cabello castaño con mucha honra y unos anteojos de monta cuadrada y muchísimo aumento que hacían parecer que sus ojos marrones eran del tamaño de pelotas de golf.

—¿Enfermos? —inquirí—. Aquí todos parecen estar muy bien.

—Es lo que intentamos, sí. Con juegos, bromas y un trato amable queremos que estos pobres niños puedan pasar el mal momento de la mejor manera —explicó con paciencia la mujer.

La enfermera siguió su camino, pero yo me quedé plantado en mi lugar, observando mi entorno. Frente a mí, había una serie de pequeñas mesas a juego con unas diminutas sillas distribuidas por todo el lugar. A simple vista no vi ningún niño en ellas, porque claro, era muy tarde, pero tras una segunda mirada vi a aun pequeño niño encorvado sobre su asiento, dibujando sobre unos papeles. Sin permiso, entré en el lugar y me le acerqué, arrastrado por la curiosidad.

—Hola —comenté casualmente mientras me sentaba en una de las minúsculas sillas a su lado, como si le estuviera hablando a mi compañero de mesa del bar.

—Hola —el niño, extrañado, me miró de arriba abajo, frunciendo el ceño—. ¿Usted trabaja aquí?

Tenía un par de ojos celestes del color del cielo, demasiado grandes para su rostro, que hacían destacar a su pequeña y respingada nariz de niño. Debería de tener al menos unos siete años.

—No, solo soy un visitante —respondí a su pregunta—. ¿Cómo te llamas?

—George, ¿y usted?

—Puedes llamarme Rex —me reí ante su formalidad—. Es muy tarde, ¿qué haces despierto?

—Cuando duermo deben conectarme a una máquina fea. Ruge como un león toda la noche y no me gusta. No quiero dormir —el pequeño negaba con la cabeza impoluta y sin un rastro de pelo, decidido—. No voy a dormir nunca más.

Lo miré con ternura, y me fijé en su mano derecha, en la cual llevaba puestos los conductos para conectar la intravenosa.

—Nunca más es mucho tiempo —expuse delicadamente.

La redención de los adictos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora