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La aldea ninja más grande de todas, yacía en silencio bajo el manto de la noche. Las estrellas parpadeaban indiferentes, mientras una brisa fría susurraba entre los tejados inclinados. Las calles estaban desiertas, salvo por las sombras fugaces de los gatos callejeros que se deslizaban como fantasmas entre los callejones. Las luces de las casas se apagaban una a una, y la luna, un fino arco en el cielo, presagiaba oscuridad más que luz.
En el corazón de la aldea, la plaza principal permanecía vacía. Los puestos del mercado, ahora cerrados, mostraban telas que ondeaban como banderas olvidadas. Algo se avecinaba, un presagio que colgaba en el aire, tan palpable como el aroma de la hierba fresca, pero tan invisible como el viento mismo. Los ninjas, maestros del sigilo y la noche, no percibían aún la amenaza que se cernía sobre ellos, oculta en las sombras que ellos mismos habían aprendido a dominar.
En una casa a las afueras de la aldea, en cambio, las cosas no eran tan tranquilas. Puesto que se escuchaban los gritos y llantos de dolor por parte de una hermosa mujer, la cual jadeaba y sudaba ante el esfuerzo de dar a luz. Miró a su esposo y maldijo, jamás de los jamases volvería a pasar por algo así.
—Vamos Kushina, tu puedes. —Ánimo.
Biwako Sarutobi, la esposa del tercer Hokage de la aldea era la responsable de llevar a cabo el parto por parte de la mujer del actual líder de la aldea, años de experiencia la hacían experta en estos casos.
—¡Dios mío! ¡Minato Namikaze voy a matarte! ¡Uhg! —gritó hechando su cabeza hacia atrás, mientras las finas gotas de sudor recorrían su rostro cansado.
—K-kushi.. Amor, me rompes la mano. —El rubio se lamentó mientras hacía una mueca.
—¿Y qué? —jadeo—. Escúchame bien pedazo de animal, ¡me vuelves a dejar embarazada y te castro!
Ante esa amenaza el rubio perdió todo color de su rostro, mientras la mujer mayor solo los observababa con cierta gracia.
Siempre era bueno ver a una joven pareja en su mejor momento.
—S-sí...
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