Febrero.

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Si no hubiera sido por lo que había sucedido entre Hinata y yo, creo que no me habría atrevido a hacer esas preguntas sobre mi madre. Tenía la sensación de estar asomándome a la puerta de otra habitación dentro de mi vida. Ahora quería saber qué clase de persona era mi madre; aunque me doliera, quería saberlo. Una vez, hacía ya tiempo, ella y mi padre se habían amado, cuando él era un hombre joven y ella una muchacha. Yo sabía que él había nacido en la misma casa donde vivimos y que aquí había cuidado de sus padres hasta que ellos murieron. ¿Qué le habría parecido a mi madre iniciar aquí una nueva vida? Ella era más joven que él, también lo sabía. Quizá la casa estaría para ella llena de fantasmas. Muebles viejos, alfombras descoloridas, fotografías pardas; el sillón del abuelo; el juego de té de la abuela; el juego de cubiertos de madera pulida; el reloj de péndulo. Yo no conocí a mis abuelos, pero su presencia se nota aquí, sin duda. Cuando intentaba imaginar aquí a mi madre, era como si encendiese una vela en un cuarto oscuro y por primera vez notase ciertas cosas que ahora adquirían un aspecto diferente. En la casa no había huellas de mi madre. Ninguna.

Tardé varios días en escribir una carta para ella. Hinata me ayudó. Luego empezamos de nuevo y la volvimos a escribir varias veces.

-¿Estás seguro de que es acertadolo que haces?-. Me preguntó Hinata. -Sabes que no va a volver. Seguro que no, después de tanto tiempo-.

Pero yo no quería que volviera. Quería verla otra vez, eso era todo. Me parece que sólo quería creer en ella, no sé cómo explicarlo. En mis recuerdos, mi madre era alguien que me leía cuentos por la noche y me llevaba de la mano al cruzar la calle. Ahora esa imagen no encajaba en ningún sitio, era como si ya no fuese real.

Llevé la carta en el bolsillo unos cuantos días y, por fin, Hinata la echó al buzón de correos. Después de un par de semanas, dejé de esperar respuesta. A fin de cuentas, yo no era nada para mi madre. Era una mota de polvo, y me habían echado de un soplo. Cuando llegó su carta, pasado casi un mes, sólo pensé en enseñársela a Hinata. Íbamos a salir juntos aquella tarde, para ver los pantanos en la oscuridad y tomar algo después. Mi carta era un secreto bien guardado en un bolsillo, en espera de ser compartido.

Fue la noche del eclipse total de luna anunciado para las 6,52. Todo resultó decepcionante. El cielo estaba completamente cubierto, lloviznaba y Hinata estaba de mal humor. Habíamos cogido un autobús hasta Sunakugure para ver el eclipse lejos de las luces anaranjadas de la ciudad. Recorrimos a pie el camino de los pantanos, por debajo en la oscuridad, las ovejas hacían crujir los helechos empapados.

-No sé en qué dirección hay que mirar- Se lamentó Hinata.

-Prueba a mirar hacia arriba. A unos doscientos cincuenta mil kilómetros-.

La rodeé con un brazo, pero se apartó de mí, tensa. No acostumbra a estar de mal humor.

-Tengo frío y estoy harta, y por esto me he perdido el té.

-Se suponía que tendría el aspecto de un globo de sangre-. dije. -Hubiera merecido la pena verlo, ¿no?-.

-Quizá-. Dijo ella, y empezó a desandar el camino, tan accidentado y pedregoso que la hacía perder el equilibrio. La oía refunfuñar por lo bajo.
La alcancé, cogí su mano y la albergué en mi bolsillo como un guante.

-¿Te imaginas qué será contemplar el amanecer desde aquí ¿Por qué no lo hacemos una noche?-.
Al pensarlo me invadió una oleada de calor. Hinata se escapó con la cabeza baja, y yo me planté delante de ella para obligarla a pararse muy cerca de mí.

-Podríamos traer una tienda, Hinata, y podríamos ver la puesta del sol y la salida de la luna y las estrellas. Y al día siguiente veríamos el amanecer... Imaginate ver cómo el cielo se tiñe de rosa y dorado...

Querido nadie.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora